Las pocas veces que me han acusado con insistencia de algo de
lo que soy inocente, he experimentado con el paso del tiempo que me voy
sintiendo culpable. Tal es el poder de una imagen autoritaria: te convence no
solamente de que has cometido un delito que no sabías que existía, sino de que
mereces ser vigilado constantemente para no cometerlo otra vez. Todos a tu lado
aceptan igualmente ser fichados, para que sea posible que una grabación delate
al culpable y la convivencia “pacífica” sea un hecho. Es la paz a punta de
vigilancia, cámaras, autoridad y amenaza de castigos severos. Se consigue, pero
no sientes armonía en tu entorno, porque
está hecha a punta de severidad y de normas externas. No viene del corazón.
Así he sentido Nueva York y sus alrededores: una sociedad
vigilada. Funciona, sin duda. Y mucho mejor que muchas otras. Hasta envidia da
un país en el que todo el mundo te respeta, te da el paso al cruzar la esquina,
te pide excusas si te roza apenas cuando vas caminando por la calle, te trata
con cordialidad y tolera tus creencias. Funciona. No es un país definible como corrupto: los impuestos que
pagas se reflejan en el colegio que ofrecen a tus hijos, en las calles
pavimentadas por las que transita tu carro, en la organización impecable de
tantas cosas. Las casas con jardines de los suburbios de New Jersey, las
ardillas y los venados que ves cuando sales a tomar un bus que pasa siempre a
tiempo con horarios de tren londinense, la amabilidad y el buen trato en las
interacciones entre vecinos, los semáforos que los peatones respetan cuando
cruzan por las esquinas debidamente señaladas por una cebra que nunca se
decolora: todo esto debiera copiarlo cualquier país del mundo, es la calidad de
vida que el ser humano civilizado se merece. Se entiende que muchos gringos se
sientan orgullosos del país que tienen. Lo que no tienen muy claro es cuál es
el costo que pagan por un país que perciben como perfecto.
Quisiera saber lo yo mismo: ¿Qué es lo que gano viviendo en
Colombia? ¿Qué es lo que pierden los que emigran rumbo al sueño americano, esa
dura prueba, cada vez más dura, que a veces nunca se concreta? ¿Que tan real es
la “sociedad perfecta” del modelo americano? Me gustaría poder dejar a un lado
tanto los sesgos antiimperialistas como las tentaciones del colombiano
arribista que quiere americanizarse.
Cuando venía de
regreso le pregunté a un venezolano que estaba en el avión al lado mío, que
pensaba de Estados Unidos. Me respondió certero y con tono a crítica: es un
comunismo con comida. He estado pensando en su definición, la de un hombre
común que no pecaba ni de ser chavista ni de idolatrar la sociedad de consumo.
Mi compañero de asiento, que había viajado por todo el mundo, asociaba el país
de Lincoln con una dictadura. Sentía, creo, algo que me pareció evidente durante los quince días de
mi visita: hay una atmósfera de pérdida de libertad, de represión de la
espontaneidad, de creatividad encausada con tal astucia que nadie pueda señalar
la fuente omnipresente que te hace sentir observado en todo momento, culpable
de no haber hecho nada, arrepentido de lo que podrías hacer si hicieras lo que
el ojo omnisciente del estado teme que hagas.
La pesadilla de Orwell no necesita ambientes degradantes, ciudades
grises, manifestaciones en plaza pública estilo nazi, congregaciones tipo
Stalin, para que los tiempos y movimientos del individuo estén precisamente
controlados, planificados y estadísticamente previstos como en la mejor de las
máquinas. Nadie se da cuenta de que existe el gran hermano: un ser superior que
ya no es el dios de los protestantes puritanos que fundaron la nación, sino un
sistema de información y comunicación que opera por medio de las redes
sociales, los controles de identidad, las redes de cámaras, los artilugios de escaneo, los códigos de barras,
la unificación de los datos sobre los actos pormenorizados de las vidas
individuales, la mediatización de cualquier satisfacción de necesidades por
medio de un sistema crediticio que espía los actos más insignificantes hasta
violar el derecho a la intimidad.
Dios es el estado. Y si antes, cuando eras niño, mirabas a
todos lados en el baño preocupado porque dios está en todas partes y te puede
pillar experimentando con tus genitales; ahora te preguntas no si te vigilan
cuando haces una compra en Wall Mart, sino por cual cámara de las que te
vigilan podrán medir mejor tu nivel de sudoración para evaluar tu nivel de
nerviosismo como delincuente potencial. Ya no eres un ciudadano con derechos:
eres una voz que emite palabras que entran a un sistema detector de un
aeropuerto. El sistema identifica palabras que dices en cualquier idioma y
establece si hay probabilidad cuantitativa de que seas un elemento peligroso,
un riesgo para la seguridad.
Tal vez no todo en Estados Unidos sea como en esta caricatura.
Pero la exageración es pedagógica: ilustra el ideal que se persigue. Y esa meta
es principalmente la seguridad. El gringo esencial es el que ha interiorizado
una obsesión: que todo esté bajo control, que en la vida no haya riesgos o que
si los hubiere, se puedan anticipar al punto de contrarrestarlos todos. Por eso
el pronóstico del tiempo es un ritual diario, sagrado. La sociedad de consumo
se ha ideado para que puedas poner una queja, entablar una demanda por
incumplimiento de contrato, si cualquier cosa te pasa: que te caigas en la
calle, si te chocan tu auto, si te duele una muela. El negocio de las
aseguradoras supone personas con miedo de que cualquier cosa les ocurra, que no
se hayan dado cuenta que en últimas nada es permanente, que todo se pierde. Y
la eficiencia del sistema es infinita: te miman como a un príncipe si cualquier
cosa te pasa: vi con incredulidad de colombiano que a un adolescente le pegaron
en la rodilla en un partido de futbol americano, y la patrulla de policía no
demoró más de tres minutos en llegar al escenario. Luego un equipo de
paramédicos acudió al cuarto minuto, y el muchacho estaba en una camilla de
lujo con rodachines cibernéticos y acolchados anatómicos rumbo a la ambulancia
al quinto minuto. Admirable. Pero aun así, algo me hacía sospechar. Lo perfecto
tiene su trampa.
Un país seguro a costa de un sistema de vigilancia y control
cada vez más perfeccionado, al que la paranoia del 11 de septiembre le inyectó
aun más razones para hacer del temor un gran negocio y una gran excusa. Lo
mejor: cada individuo se encarga de ser a su vez un policía de sus vecinos. En
nombre de los derechos del individuo, cada quien se convierte con facilidad en
un refunfuñón que protesta por la menor de las violaciones a la tranquilidad, y
el policía de la cuadra responde al instante como si fuera el peor de los
delitos cuando se cometen pequeñas triquiñuelas. Te preguntas si saludar o no a
los niños que se te acercan para que no te pongan una caución por acosador,
todo puede ser interpretado penalmente. Y puedes protestar todo lo que quieras,
puedes hacer huelgas, puedes criticar a quien desees para que no puedas acusar
a nadie de que limitan tu libertad.
Todo te compra: la arquitectura de Nueva york te hace sentir
el poder del capitalismo, simbolizado en la altura de sus rascacielos. La
decoración clásica de los edificios antiguos te genera respeto por la breve
pero admirable historia de Estados Unidos. Los
museos te anonadan: si en Bogotá un salón de objetos de Grecia es un
acontecimiento anual, el metropolitano tiene como colección permanente esa
misma galería multiplicada astronómicamente: tardé dos días y quince horas en
recorrer a pié sus tres pisos y las novecientas veinticinco galerías, tres
restaurantes y cinco almacenes de compras que pusieron a prueba mis venas
várices. En times Square comprendes que todo el dinero del mundo no le pueda
parecer suficiente a una estrella de Hollywood o a un Judío de Wall Street: lo
quieres todo, porque todo te lo ofrecen, todo está disponible. Si a Jesús lo
tentaron en el desierto, a Buda lo pusieron a prueba en New York, la ciudad
donde si tienes cómo pagarlo, todos tus deseos serán satisfechos. ¿Quieres
cultura? En el parque Bryant hay recitales gratuitos semanales de música
clásica, puedes sentarte a tomar un capuchino y una hermosa mujer te traerá el
programa musical que estarás escuchando al aire libre, rodeado de edificios
clásicos, en medio de un prado que durante el invierno se convertirá en pista
de patinaje. En el Central Park hay espectáculos gratuitos hasta el final del
verano con los mejores artistas. ¿Quieres tranquilidad para tus hijos? Los
niños ríen y juegan a sus anchas en los parques debidamente cercados, los
pensionados del barrio chino juegan cartas en el parque Columbus, hay
bicicletas de la municipalidad que puedes usar para recorrer las calles.
¿Quieres ropa, perfumes? Puedes ir a Macy`s
a las mejores tiendas de marcas exclusivas y a los centros comerciales
suburbanos libres de impuestos. ¿Reírte, vida nocturna? Entra a un show de Broadway,
mira las chicas que se toman una foto contigo con los pechos al aire en pleno Times Square si les das una propina.
¿Tecnología? Entra a la tienda transparente de Apple a probar las últimas
aplicaciones. ¿Terror? Piérdete en el metro: puedes quedarte atascado entre Grand
Station y Port Authority en el Shuttle , de noche, -entre estaciones calurosas
y mendigos con la espina bífida, con un canguro lleno de dólares y pánico de
ser asaltado-, como me pasó a mí, por dos horas, -sin entender por qué no lograba
salir del laberinto y sin que nadie me pudiera hacer entender mi error , a
pesar de mi relativamente buena comprensión del inglés-.
El mundo entero está empaquetado en New York : una familia de
hindués alborozada de no ver pobreza se saca fotos en la meca del consumo con
el mismo entusiasmo que un argentino, un coreano, un japonés o un fundamentalista islámico. Hay artistas
callejeros que ganan en propinas hasta un millón de dólares anuales y pagan
impuestos. Y no hay gringos en New York: hay asiáticos, latinos, mexicanos,
chinos, gentes de todo el planeta que han corrido a los de ojos azules y
cabello rubio para los estados del centro del territorio. Todos se sienten
ganadores porque sacan su foto en la gran manzana. Porque saldrán – como yo- en
facebook al pié del Empire State o del edificio Chrysler. Porque el juego se
llama estar de un lado o del otro: eres un ganador o un perdedor. Desde niño
los deportes competitivos te enseñan que
empujas a tu adversario o mueres en el intento.
En Colombia la cultura no te dice algo mucho mejor: aquí eres
un vivo o un pendejo. Vivo si quebrantas le ley, estafas al estado, organizas
junto con tu abogado los años que pasarás en tu casa por cárcel a cambio de los
dividendos que te darán los dineros que escondas en suiza. Pendejo si cumples
la norma, si no tienes malicia, si te pareces a un gringo. Pero ni de caer en
la odiosa dualidad del consumismo, ni de empecinarse en la cultura de la trampa
se trata: ni de hacer creer a tu familia que ya eres de mejor familia porque ya
recorriste la quinta avenida, ni de convertir a Colombia en un país de
adoradores de Pablo Escobar, o de admiradores secretos de la vida ganada sin
trabajo por medio del robo al tesoro público. Tenemos, en el país del sagrado
corazón, la libertad que solo se posee siendo pobres y provincianos. No sabemos
usarla: hemos creído que puede existir una ética fundada en ser avivatos,
oportunistas, tramposos. Modelos prepago y héroes de los dineros clandestinos:
esos son nuestros Bill Gates y nuestros George Washington. No tienen libertad los
norteamericanos: la han confundido con la capacidad para escoger que comprar y
que no. No pueden ellos, ni saben cómo, salirse del sistema bancario y
financiero, que mueve los hilos de millones de títeres, mucho más títeres ellos
que nuestros gobernantes aliados con las multinacionales y los lados oscuros
del TLC. No hemos podido nosotros sentirnos nación, pueblo, como si lo lograron
los Norteamericanos. No tenemos orgullo patrio, porque el que nos da clasificar
en el mundial es más bien una emoción violenta. Pero tampoco hemos creado –por lo
menos por ahora- un paraiso de condenados que ignoran estar en la gran prisión
sicológica que el miedo, la obsesión por el control y la sicorigidez puritana
les ha levantado como un muro invisible a los norteamericanos.