!Dios salve a la reina!
Septiembre 11 de 2022
Por Fernando Baena Vejarano
www.tumeditacion.com.co
Conocí a un maestro espiritual al que
en pleno siglo XX le gustaban los símbolos monárquicos. Con escasa sensibilidad
respecto al valor de las costumbres republicanas y democráticas de la mayoría
de los países occidentales, no solo una sino varias veces convenció a diversos
seguidores suyos a dejarse encumbrar con ceremonias de coronación, cetros y
perendengues; una vez a una actriz de cine y otra a un renombrado
neurofisiólogo, a quien por días enteros sometió a serenatas de cantos védicos
para hacerlo su sucesor. Creía que alguna vez existieron reyes iluminados,
quienes llenos de amor, serenidad y sabiduría gobernaron con justicia,
generosidad y compasión las tierras de la India en tiempos inmemoriales. Que yo
haya investigado, no hay ninguna evidencia histórica ni arqueológica de tales
fábulas; muy al contrario, los primeros manuales para gobernantes, en India,
eran versiones maquiavélicas del arte de la guerra, ya que se consideraba que
un buen “rajá” tenía que dejar en herencia a su hijo más tierras y riquezas,
usurpadas mediante conquistas violentas a costa de vidas e ignominias, si
quería ser fiel a su Dharma, es decir, a los designios de su casta.
Aunque no sirve para describir la
cruda realidad, idealizar tiene su lado tierno y habla bien de quien así se
imagina reyes y reinas, de quienes eluden sus realidades cenicientas soñando
con palacios de Walt Disney, leyendo revistas del Jet Set y viendo series de
Neflix. Yo lo he hecho. Alguna función
social cumple el imaginario de majestades serenísimas y relaciones
interpersonales caracterizadas por innumerables protocolos, formalidades y
diplomacias, en las que se excluye toda grosería ,toda conducta caracterizada
por el inmediatismo instintivo y la procacidad, o todo contexto en el que si se
come, o se asesina, o se comete genocidio o explotación del trabajo y
propiedades de otros pueblos, se hace con tal decencia que parece que ir a
exterminar y expropiar es un acto de nobleza que engrandece el alma de la
nación, propagar la adicción al opio en un país lejano es extender la gloria e
inmortal nombre de la reina y llevar el propio idioma, religión y costumbres a
otras geografías es expandir la civilización, enseñar la verdadera
espiritualidad y propagar la cultura superior a gentes menos afortunadas. La mentalidad imperial es que a la larga los
súbditos, cuando repasen con perspectiva histórica todo lo que vivieron,
agradecerán tanto las bendiciones y
beneficios recibidos al “ser civilizados” que ya no lamentarán los sacrificios
y costos de haber sido expoliados.
Insisto: algo de bueno ha de haber en
los imaginarios monárquicos. Por ejemplo, no ensalzan todo lo contrario, a
nombre de la moda de enaltecer el más crudo auto-retrato del que seamos capaces
los seres humanos. Pienso en el amarillismo. ¿Qué es más edificante, un seriado
como “The Crown”, que revela como trasfondo la historia de Inglaterra, o un
“reality show” que entrevista y espía con cámaras a un grupo de adolescentes
por veinticuatro horas al día durante un mes para registrar todos sus
encuentros e intercambios sexuales y afectivos, sus mundos huecos interiores, sus
exhibiciones de bajas pasiones y ese léxico que propaga la percepción de que
otro ser humano no es más que un objeto de uso y consumo? Se me dirá que lo
edificante ya no es prioridad ni en el arte ni en los medios de comunicación,
ni en la historia de la literatura o el cine, y que soy un chapado a la
antigua. ¿Pero me dejaré poner un esparadrapo en la boca, solo porque ya no es
políticamente correcto idealizar?
Idealizar es idealizar. Para eso se
idealiza, no para saber cómo son o fueron o serán empírica y efectivamente las
cosas, sino para no dejar por fuera del horizonte de nuestra propia humanidad
las posibilidades que sin duda tenemos de refinar, transmutar y elevar lo que
somos a nuevos niveles de conciencia. Lo hemos hecho. Descendemos con
frecuencia al infierno que hemos sido y provocado los unos a los otros, pero
nos levantamos. A largo plazo evolucionamos. Somos y no podemos dejar de ser un
proyecto de algo mejor, eso caracteriza nuestra especie. No digo que por eso
haya que pensar que las costumbres, rituales, simbolismos y mecanismos de
transmisión del poder y del orgullo nacional inglés hayan de ser los que guíen
al planeta tierra en el siglo XXI, ni insinúo que por eso deberíamos estar
todos muy compungidos por la muerte de la reina Isabel segunda, todos muy
pegados de las pantallas para chismosear las transmisiones en vivo de las
noticias de la transmisión del poder a Carlos tercero; ni tampoco afirmo que no
estemos cayendo, sin darnos cuenta, en un truco mediático muy peligroso cuando
de tanto ver cómo se visten, gobiernan, hablan y se comportan los ingleses
comenzamos a tragarnos la sensación de que, comparados con ellos, somos menos.
No tenemos, por ejemplo en
Colombia, mil años de historia. El tiempo eleva la autoestima colectiva. A lo
sumo contemos dos siglos como república independiente, y en américa latina unos
cinco como experimento de mestizajes eurocentrados. No somos todo lo contrario
de Inglaterra, ni de Europa. Autodefinirnos como culturas ancestrales es
intentar ocultar el sol con el dedo meñique, lo mismo que esencializar un
conjunto de sucesos forzándolos a caber en sus orígenes, como si no fuéramos
también, un poco España, un poco Francia. Somos una edad media encerrada en una
apariencia de nación moderna y arrastramos con nosotros el mismo clasismo
español que aborrecimos cuando la revolución criolla y el temperamento
comunero nos libraron del virreinato.
Ese clasismo reencarnó en los privilegios que se autolegaron las aristocracias
de los apellidos, las tierras, las corruptelas bipartidistas y luego, finalmente,
las narcogobernancias. Los bogotanos de cepa siempre quisieron que su ciudad
capital fuera una nueva Londres y que todo copiara el modelo de la cultura
superior, desde la urbanidad de Carreño hasta la arquitectura de los edificios
públicos, pasando por el vestuario. Por siglos la mentalidad aristocrática se
avergonzó de las raigambres muiscas, de los acordeones costeños, de las arpas
llaneras; hasta que, mas o menos coincidiendo con el éxito de Gabriel García
Marquez – pero por haber sido aclamado en Suecia- los orgullos nacionales comenzaron a
redefinirse. Para creer en nosotros mismos también ha venido de las
epistemologías del sur, de las ideas de Dussell y de José Vasconcelos y de
Alejo Carpentier y de tantos otros que alimentan ahora una nueva fuente de amor
propio.
Estamos reinventando la decencia. No
necesitamos tomar prestada, literalmente, ninguna doctrina foránea acerca de en
qué consiste ser una comunidad que haya alcanzado ideales civilizatorios, ni de
eso se trata. Pero tampoco se trata de vomitar ante la pompa inglesa cuando
muere su reina, sino muy al contrario: de estudiarlos con interés. Han sido muy
simpáticos siguiendo protocolos, vestidos así, tan flemáticos, hablando así,
como dándole la espalda al presente y al futuro, tan embebidos en su narcicismo
cultural y en su pasado como los han mostrado las cámaras, en una especie de
juego teatral ante el mundo, del que el mundo no sabe si reír o sacar apuntes
para una especie de etnografía del siglo XV. Verlos seguir el guión escrito
hace veinte años para el luto de la reina es como hacer un viaje al estilo de las
novelas de Swift. No son el país de los enanos, ni el de los gigantes, pero sí
el de los sacolevas. A mí me provoca una mezcla de gran admiración, curiosidad,
gracia y desconcierto la monarquía inglesa. ¡Son tan ellos mismos y están tan
fuera de contexto y se ven tan ingenuos pretendiendo que van a deslumbrarnos
con sus cañonazos de salvas, y sus trompetas, y sus mantras de Dios salve al rey
y sus edictos; en plena época de algoritmos y comunicaciones instantáneas!
Me atrae la figura de un símbolo
viviente, ahora fallecido, ahora reemplazado por otro tambaleante, pero digno.
Pero por motivos filosóficos, no políticos.
Me divierte y asombra que por setenta años una dama de carterita y
guantes, aficionada a los caballos, haya jugado ese rol teatral de testigo
imparcial de todos los devenires mundiales, que haya estado viva en tiempos de
Churchill, que no haya agachado la cabeza ni para esquivar los misiles que
Hitler lanzaba sobre Londres. Me entretiene encontrar sus fotos en internet
junto a Felipe, y hasta en páginas de conspiracionistas que la acusan de ser
una reptiliana descendiente de los dioses Anunaki. Todo es como para escribir
una novela. Algo tiene la señora, aunque no sea su sangre azul sino roja; algo
se pierde con su muerte, no sé qué. ¿Soy un nostálgico?
El concepto de dignidad y de serenidad me
sigue pareciendo importante, porque algo
así ha de ser lo sagrado. Me imagino la vacuidad budista, el tao chino,
la conciencia pura del vedanta de la India como realidades supremas que
atestiguan toda la vicisitud del universo desde su trono trascendente. En esto
han coincidido las representaciones del ideal humano no por casualidad ni por
capricho, por ejemplo en la historia de la aristocracia japonesa en la de la inglesa:
en figurarse que el poder mundano haya de parecerse al orden divino, y en que
la identidad de un ser divinizado ha de basarse en una graciosa serenidad
compasiva, trascendente a las posesiones emotivas, no polarizada, no rebajada a
las pugnas codiciosas y las peleas de a puño -que afean tanto los debates en la
cámara de los comunes. La mamá se les murió. ¿Quién pondrá orden ahora en casa?
El espíritu levita como la reina, amorosa y justa, como el personaje de Isabel
II. Algo de eso tiene la decencia, que es lo que le admiro, no a la reina, sino
al personaje que representó tan bien, para edificación de la ética , para
emulación de sus súbditos, para un mundo que me duele, demasiado procaz. Así pues, como diría mi maestro Maharishi :
!Dios salve a la reina!