lunes, 12 de septiembre de 2022

!Dios salve a la reina!

 

!Dios salve a la reina!

Septiembre 11 de 2022


Por Fernando Baena Vejarano

www.tumeditacion.com.co

 

Conocí a un maestro espiritual al que en pleno siglo XX le gustaban los símbolos monárquicos. Con escasa sensibilidad respecto al valor de las costumbres republicanas y democráticas de la mayoría de los países occidentales, no solo una sino varias veces convenció a diversos seguidores suyos a dejarse encumbrar con ceremonias de coronación, cetros y perendengues; una vez a una actriz de cine y otra a un renombrado neurofisiólogo, a quien por días enteros sometió a serenatas de cantos védicos para hacerlo su sucesor. Creía que alguna vez existieron reyes iluminados, quienes llenos de amor, serenidad y sabiduría gobernaron con justicia, generosidad y compasión las tierras de la India en tiempos inmemoriales. Que yo haya investigado, no hay ninguna evidencia histórica ni arqueológica de tales fábulas; muy al contrario, los primeros manuales para gobernantes, en India, eran versiones maquiavélicas del arte de la guerra, ya que se consideraba que un buen “rajá” tenía que dejar en herencia a su hijo más tierras y riquezas, usurpadas mediante conquistas violentas a costa de vidas e ignominias, si quería ser fiel a su Dharma, es decir, a los designios de su casta.

Aunque no sirve para describir la cruda realidad, idealizar tiene su lado tierno y habla bien de quien así se imagina reyes y reinas, de quienes eluden sus realidades cenicientas soñando con palacios de Walt Disney, leyendo revistas del Jet Set y viendo series de Neflix.  Yo lo he hecho. Alguna función social cumple el imaginario de majestades serenísimas y relaciones interpersonales caracterizadas por innumerables protocolos, formalidades y diplomacias, en las que se excluye toda grosería ,toda conducta caracterizada por el inmediatismo instintivo y la procacidad, o todo contexto en el que si se come, o se asesina, o se comete genocidio o explotación del trabajo y propiedades de otros pueblos, se hace con tal decencia que parece que ir a exterminar y expropiar es un acto de nobleza que engrandece el alma de la nación, propagar la adicción al opio en un país lejano es extender la gloria e inmortal nombre de la reina y llevar el propio idioma, religión y costumbres a otras geografías es expandir la civilización, enseñar la verdadera espiritualidad y propagar la cultura superior a gentes menos afortunadas.  La mentalidad imperial es que a la larga los súbditos, cuando repasen con perspectiva histórica todo lo que vivieron, agradecerán tanto  las bendiciones y beneficios recibidos al “ser civilizados” que ya no lamentarán los sacrificios y costos de haber sido expoliados.

Insisto: algo de bueno ha de haber en los imaginarios monárquicos. Por ejemplo, no ensalzan todo lo contrario, a nombre de la moda de enaltecer el más crudo auto-retrato del que seamos capaces los seres humanos. Pienso en el amarillismo. ¿Qué es más edificante, un seriado como “The Crown”, que revela como trasfondo la historia de Inglaterra, o un “reality show” que entrevista y espía con cámaras a un grupo de adolescentes por veinticuatro horas al día durante un mes para registrar todos sus encuentros e intercambios sexuales y afectivos, sus mundos huecos interiores, sus exhibiciones de bajas pasiones y ese léxico que propaga la percepción de que otro ser humano no es más que un objeto de uso y consumo? Se me dirá que lo edificante ya no es prioridad ni en el arte ni en los medios de comunicación, ni en la historia de la literatura o el cine, y que soy un chapado a la antigua. ¿Pero me dejaré poner un esparadrapo en la boca, solo porque ya no es políticamente correcto idealizar?

Idealizar es idealizar. Para eso se idealiza, no para saber cómo son o fueron o serán empírica y efectivamente las cosas, sino para no dejar por fuera del horizonte de nuestra propia humanidad las posibilidades que sin duda tenemos de refinar, transmutar y elevar lo que somos a nuevos niveles de conciencia. Lo hemos hecho. Descendemos con frecuencia al infierno que hemos sido y provocado los unos a los otros, pero nos levantamos. A largo plazo evolucionamos. Somos y no podemos dejar de ser un proyecto de algo mejor, eso caracteriza nuestra especie. No digo que por eso haya que pensar que las costumbres, rituales, simbolismos y mecanismos de transmisión del poder y del orgullo nacional inglés hayan de ser los que guíen al planeta tierra en el siglo XXI, ni insinúo que por eso deberíamos estar todos muy compungidos por la muerte de la reina Isabel segunda, todos muy pegados de las pantallas para chismosear las transmisiones en vivo de las noticias de la transmisión del poder a Carlos tercero; ni tampoco afirmo que no estemos cayendo, sin darnos cuenta, en un truco mediático muy peligroso cuando de tanto ver cómo se visten, gobiernan, hablan y se comportan los ingleses comenzamos a tragarnos la sensación de que, comparados con ellos, somos menos.

No tenemos, por ejemplo en Colombia,  mil años de historia.  El tiempo eleva la autoestima colectiva. A lo sumo contemos dos siglos como república independiente, y en américa latina unos cinco como experimento de mestizajes eurocentrados. No somos todo lo contrario de Inglaterra, ni de Europa. Autodefinirnos como culturas ancestrales es intentar ocultar el sol con el dedo meñique, lo mismo que esencializar un conjunto de sucesos forzándolos a caber en sus orígenes, como si no fuéramos también, un poco España, un poco Francia. Somos una edad media encerrada en una apariencia de nación moderna y arrastramos con nosotros el mismo clasismo español que aborrecimos cuando la revolución criolla y el temperamento comunero  nos libraron del virreinato. Ese clasismo reencarnó en los privilegios que se autolegaron las aristocracias de los apellidos, las tierras, las corruptelas bipartidistas y luego, finalmente, las narcogobernancias. Los bogotanos de cepa siempre quisieron que su ciudad capital fuera una nueva Londres y que todo copiara el modelo de la cultura superior, desde la urbanidad de Carreño hasta la arquitectura de los edificios públicos, pasando por el vestuario. Por siglos la mentalidad aristocrática se avergonzó de las raigambres muiscas, de los acordeones costeños, de las arpas llaneras; hasta que, mas o menos coincidiendo con el éxito de Gabriel García Marquez – pero por haber sido aclamado en Suecia-  los orgullos nacionales comenzaron a redefinirse. Para creer en nosotros mismos también ha venido de las epistemologías del sur, de las ideas de Dussell y de José Vasconcelos y de Alejo Carpentier y de tantos otros que alimentan ahora una nueva fuente de amor propio.

Estamos reinventando la decencia. No necesitamos tomar prestada, literalmente, ninguna doctrina foránea acerca de en qué consiste ser una comunidad que haya alcanzado ideales civilizatorios, ni de eso se trata. Pero tampoco se trata de vomitar ante la pompa inglesa cuando muere su reina, sino muy al contrario: de estudiarlos con interés. Han sido muy simpáticos siguiendo protocolos, vestidos así, tan flemáticos, hablando así, como dándole la espalda al presente y al futuro, tan embebidos en su narcicismo cultural y en su pasado como los han mostrado las cámaras, en una especie de juego teatral ante el mundo, del que el mundo no sabe si reír o sacar apuntes para una especie de etnografía del siglo XV. Verlos seguir el guión escrito hace veinte años para el luto de la reina es como hacer un viaje al estilo de las novelas de Swift. No son el país de los enanos, ni el de los gigantes, pero sí el de los sacolevas. A mí me provoca una mezcla de gran admiración, curiosidad, gracia y desconcierto la monarquía inglesa. ¡Son tan ellos mismos y están tan fuera de contexto y se ven tan ingenuos pretendiendo que van a deslumbrarnos con sus cañonazos de salvas, y sus trompetas, y sus mantras de Dios salve al rey y sus edictos; en plena época de algoritmos y comunicaciones instantáneas!

Me atrae la figura de un símbolo viviente, ahora fallecido, ahora reemplazado por otro tambaleante, pero digno. Pero por motivos filosóficos, no políticos.  Me divierte y asombra que por setenta años una dama de carterita y guantes, aficionada a los caballos, haya jugado ese rol teatral de testigo imparcial de todos los devenires mundiales, que haya estado viva en tiempos de Churchill, que no haya agachado la cabeza ni para esquivar los misiles que Hitler lanzaba sobre Londres. Me entretiene encontrar sus fotos en internet junto a Felipe, y hasta en páginas de conspiracionistas que la acusan de ser una reptiliana descendiente de los dioses Anunaki. Todo es como para escribir una novela. Algo tiene la señora, aunque no sea su sangre azul sino roja; algo se pierde con su muerte, no sé qué. ¿Soy un nostálgico?

 El concepto de dignidad y de serenidad me sigue pareciendo importante, porque algo  así ha de ser lo sagrado. Me imagino la vacuidad budista, el tao chino, la conciencia pura del vedanta de la India como realidades supremas que atestiguan toda la vicisitud del universo desde su trono trascendente. En esto han coincidido las representaciones del ideal humano no por casualidad ni por capricho, por ejemplo en la historia de la aristocracia japonesa en la de la inglesa: en figurarse que el poder mundano haya de parecerse al orden divino, y en que la identidad de un ser divinizado ha de basarse en una graciosa serenidad compasiva, trascendente a las posesiones emotivas, no polarizada, no rebajada a las pugnas codiciosas y las peleas de a puño -que afean tanto los debates en la cámara de los comunes. La mamá se les murió. ¿Quién pondrá orden ahora en casa? El espíritu levita como la reina, amorosa y justa, como el personaje de Isabel II. Algo de eso tiene la decencia, que es lo que le admiro, no a la reina, sino al personaje que representó tan bien, para edificación de la ética , para emulación de sus súbditos, para un mundo que me duele, demasiado procaz.  Así pues, como diría mi maestro Maharishi : !Dios salve a la reina!

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