viernes, 4 de octubre de 2013

New York: el paraiso de los condenados


Las pocas veces que me han acusado con insistencia de algo de lo que soy inocente, he experimentado con el paso del tiempo que me voy sintiendo culpable. Tal es el poder de una imagen autoritaria: te convence no solamente de que has cometido un delito que no sabías que existía, sino de que mereces ser vigilado constantemente para no cometerlo otra vez. Todos a tu lado aceptan igualmente ser fichados, para que sea posible que una grabación delate al culpable y la convivencia “pacífica” sea un hecho. Es la paz a punta de vigilancia, cámaras, autoridad y amenaza de castigos severos. Se consigue, pero no sientes armonía en  tu entorno, porque está hecha a punta de severidad y de normas externas. No viene del corazón.

Así he sentido Nueva York y sus alrededores: una sociedad vigilada. Funciona, sin duda. Y mucho mejor que muchas otras. Hasta envidia da un país en el que todo el mundo te respeta, te da el paso al cruzar la esquina, te pide excusas si te roza apenas cuando vas caminando por la calle, te trata con cordialidad y tolera tus creencias. Funciona. No es un país  definible como corrupto: los impuestos que pagas se reflejan en el colegio que ofrecen a tus hijos, en las calles pavimentadas por las que transita tu carro, en la organización impecable de tantas cosas. Las casas con jardines de los suburbios de New Jersey, las ardillas y los venados que ves cuando sales a tomar un bus que pasa siempre a tiempo con horarios de tren londinense, la amabilidad y el buen trato en las interacciones entre vecinos, los semáforos que los peatones respetan cuando cruzan por las esquinas debidamente señaladas por una cebra que nunca se decolora: todo esto debiera copiarlo cualquier país del mundo, es la calidad de vida que el ser humano civilizado se merece. Se entiende que muchos gringos se sientan orgullosos del país que tienen. Lo que no tienen muy claro es cuál es el costo que pagan por un país que perciben como perfecto.

Quisiera saber lo yo mismo: ¿Qué es lo que gano viviendo en Colombia? ¿Qué es lo que pierden los que emigran rumbo al sueño americano, esa dura prueba, cada vez más dura, que a veces nunca se concreta? ¿Que tan real es la “sociedad perfecta” del modelo americano? Me gustaría poder dejar a un lado tanto los sesgos antiimperialistas como las tentaciones del colombiano arribista que quiere americanizarse.

Cuando  venía de regreso le pregunté a un venezolano que estaba en el avión al lado mío, que pensaba de Estados Unidos. Me respondió certero y con tono a crítica: es un comunismo con comida. He estado pensando en su definición, la de un hombre común que no pecaba ni de ser chavista ni de idolatrar la sociedad de consumo. Mi compañero de asiento, que había viajado por todo el mundo, asociaba el país de Lincoln con una dictadura. Sentía, creo, algo que me  pareció evidente durante los quince días de mi visita: hay una atmósfera de pérdida de libertad, de represión de la espontaneidad, de creatividad encausada con tal astucia que nadie pueda señalar la fuente omnipresente que te hace sentir observado en todo momento, culpable de no haber hecho nada, arrepentido de lo que podrías hacer si hicieras lo que el ojo omnisciente del estado teme que hagas.  

La pesadilla de Orwell no necesita ambientes degradantes, ciudades grises, manifestaciones en plaza pública estilo nazi, congregaciones tipo Stalin, para que los tiempos y movimientos del individuo estén precisamente controlados, planificados y estadísticamente previstos como en la mejor de las máquinas. Nadie se da cuenta de que existe el gran hermano: un ser superior que ya no es el dios de los protestantes puritanos que fundaron la nación, sino un sistema de información y comunicación que opera por medio de las redes sociales, los controles de identidad, las redes de cámaras, los  artilugios de escaneo, los códigos de barras, la unificación de los datos sobre los actos pormenorizados de las vidas individuales, la mediatización de cualquier satisfacción de necesidades por medio de un sistema crediticio que espía los actos más insignificantes hasta violar el derecho a la intimidad.

Dios es el estado. Y si antes, cuando eras niño, mirabas a todos lados en el baño preocupado porque dios está en todas partes y te puede pillar experimentando con tus genitales; ahora te preguntas no si te vigilan cuando haces una compra en Wall Mart, sino por cual cámara de las que te vigilan podrán medir mejor tu nivel de sudoración para evaluar tu nivel de nerviosismo como delincuente potencial. Ya no eres un ciudadano con derechos: eres una voz que emite palabras que entran a un sistema detector de un aeropuerto. El sistema identifica palabras que dices en cualquier idioma y establece si hay probabilidad cuantitativa de que seas un elemento peligroso, un riesgo para la seguridad.

Tal vez no todo en Estados Unidos sea como en esta caricatura. Pero la exageración es pedagógica: ilustra el ideal que se persigue. Y esa meta es principalmente la seguridad. El gringo esencial es el que ha interiorizado una obsesión: que todo esté bajo control, que en la vida no haya riesgos o que si los hubiere, se puedan anticipar al punto de contrarrestarlos todos. Por eso el pronóstico del tiempo es un ritual diario, sagrado. La sociedad de consumo se ha ideado para que puedas poner una queja, entablar una demanda por incumplimiento de contrato, si cualquier cosa te pasa: que te caigas en la calle, si te chocan tu auto, si te duele una muela. El negocio de las aseguradoras supone personas con miedo de que cualquier cosa les ocurra, que no se hayan dado cuenta que en últimas nada es permanente, que todo se pierde. Y la eficiencia del sistema es infinita: te miman como a un príncipe si cualquier cosa te pasa: vi con incredulidad de colombiano que a un adolescente le pegaron en la rodilla en un partido de futbol americano, y la patrulla de policía no demoró más de tres minutos en llegar al escenario. Luego un equipo de paramédicos acudió al cuarto minuto, y el muchacho estaba en una camilla de lujo con rodachines cibernéticos y acolchados anatómicos rumbo a la ambulancia al quinto minuto. Admirable. Pero aun así, algo me hacía sospechar. Lo perfecto tiene su trampa.

Un país seguro a costa de un sistema de vigilancia y control cada vez más perfeccionado, al que la paranoia del 11 de septiembre le inyectó aun más razones para hacer del temor un gran negocio y una gran excusa. Lo mejor: cada individuo se encarga de ser a su vez un policía de sus vecinos. En nombre de los derechos del individuo, cada quien se convierte con facilidad en un refunfuñón que protesta por la menor de las violaciones a la tranquilidad, y el policía de la cuadra responde al instante como si fuera el peor de los delitos cuando se cometen pequeñas triquiñuelas. Te preguntas si saludar o no a los niños que se te acercan para que no te pongan una caución por acosador, todo puede ser interpretado penalmente. Y puedes protestar todo lo que quieras, puedes hacer huelgas, puedes criticar a quien desees para que no puedas acusar a nadie de que limitan  tu libertad.

Todo te compra: la arquitectura de Nueva york te hace sentir el poder del capitalismo, simbolizado en la altura de sus rascacielos. La decoración clásica de los edificios antiguos te genera respeto por la breve pero admirable historia de Estados Unidos. Los  museos te anonadan: si en Bogotá un salón de objetos de Grecia es un acontecimiento anual, el metropolitano tiene como colección permanente esa misma galería multiplicada astronómicamente: tardé dos días y quince horas en recorrer a pié sus tres pisos y  las  novecientas veinticinco galerías, tres restaurantes y cinco almacenes de compras que pusieron a prueba mis venas várices. En times Square comprendes que todo el dinero del mundo no le pueda parecer suficiente a una estrella de Hollywood o a un Judío de Wall Street: lo quieres todo, porque todo te lo ofrecen, todo está disponible. Si a Jesús lo tentaron en el desierto, a Buda lo pusieron a prueba en New York, la ciudad donde si tienes cómo pagarlo, todos tus deseos serán satisfechos. ¿Quieres cultura? En el parque Bryant hay recitales gratuitos semanales de música clásica, puedes sentarte a tomar un capuchino y una hermosa mujer te traerá el programa musical que estarás escuchando al aire libre, rodeado de edificios clásicos, en medio de un prado que durante el invierno se convertirá en pista de patinaje. En el Central Park hay espectáculos gratuitos hasta el final del verano con los mejores artistas. ¿Quieres tranquilidad para tus hijos? Los niños ríen y juegan a sus anchas en los parques debidamente cercados, los pensionados del barrio chino juegan cartas en el parque Columbus, hay bicicletas de la municipalidad que puedes usar para recorrer las calles. ¿Quieres ropa, perfumes?  Puedes ir a Macy`s a las mejores tiendas de marcas exclusivas y a los centros comerciales suburbanos libres de impuestos. ¿Reírte, vida nocturna? Entra a un show de Broadway, mira las chicas que se toman una foto contigo con los pechos  al aire en pleno Times Square si les das una propina. ¿Tecnología? Entra a la tienda transparente de Apple a probar las últimas aplicaciones. ¿Terror? Piérdete en el metro: puedes quedarte atascado entre Grand Station y Port Authority en el Shuttle , de noche, -entre estaciones calurosas y mendigos con la espina bífida, con un canguro lleno de dólares y pánico de ser asaltado-, como me pasó a mí, por dos horas, -sin entender por qué no lograba salir del laberinto y sin que nadie me pudiera hacer entender mi error , a pesar de mi relativamente buena comprensión del inglés-.

El mundo entero está empaquetado en New York : una familia de hindués alborozada de no ver pobreza se saca fotos en la meca del consumo con el mismo entusiasmo que  un argentino,  un coreano,  un japonés o un fundamentalista islámico. Hay artistas callejeros que ganan en propinas hasta un millón de dólares anuales y pagan impuestos. Y no hay gringos en New York: hay asiáticos, latinos, mexicanos, chinos, gentes de todo el planeta que han corrido a los de ojos azules y cabello rubio para los estados del centro del territorio. Todos se sienten ganadores porque sacan su foto en la gran manzana. Porque saldrán – como yo- en facebook al pié del Empire State o del edificio Chrysler. Porque el juego se llama estar de un lado o del otro: eres un ganador o un perdedor. Desde niño los deportes competitivos te enseñan que  empujas a tu adversario o mueres en el intento.


En Colombia la cultura no te dice algo mucho mejor: aquí eres un vivo o un pendejo. Vivo si quebrantas le ley, estafas al estado, organizas junto con tu abogado los años que pasarás en tu casa por cárcel a cambio de los dividendos que te darán los dineros que escondas en suiza. Pendejo si cumples la norma, si no tienes malicia, si te pareces a un gringo. Pero ni de caer en la odiosa dualidad del consumismo, ni de empecinarse en la cultura de la trampa se trata: ni de hacer creer a tu familia que ya eres de mejor familia porque ya recorriste la quinta avenida, ni de convertir a Colombia en un país de adoradores de Pablo Escobar, o de admiradores secretos de la vida ganada sin trabajo por medio del robo al tesoro público. Tenemos, en el país del sagrado corazón, la libertad que solo se posee siendo pobres y provincianos. No sabemos usarla: hemos creído que puede existir una ética fundada en ser avivatos, oportunistas, tramposos. Modelos prepago y héroes de los dineros clandestinos: esos son nuestros Bill Gates y nuestros George Washington. No tienen libertad los norteamericanos: la han confundido con la capacidad para escoger que comprar y que no. No pueden ellos, ni saben cómo, salirse del sistema bancario y financiero, que mueve los hilos de millones de títeres, mucho más títeres ellos que nuestros gobernantes aliados con las multinacionales y los lados oscuros del TLC. No hemos podido nosotros sentirnos nación, pueblo, como si lo lograron los Norteamericanos. No tenemos orgullo patrio, porque el que nos da clasificar en el mundial es más bien una emoción violenta. Pero tampoco hemos creado –por lo menos por ahora- un paraiso de condenados que ignoran estar en la gran prisión sicológica que el miedo, la obsesión por el control y la sicorigidez puritana les ha levantado como un muro invisible a los norteamericanos.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Palabras en el lanzamiento de mi novela "Lo más íntimo de la tierra"

El universo de la literatura blanca
A propósito de mi novela “Lo más íntimo de la tierra”
Por Fernando Baena Vejarano

He escrito una novela que no sé cómo clasificar. Y hoy, cuando presento a ustedes el producto de ocho años de trabajo que requirió investigar, escribir y producir los ejemplares que van a llevar a sus casas, no sabría explicarles que tipo de literatura es la que les ofrezco.

“Lo más íntimo de la Tierra” es una novela de ficción escrita a modo de bitácora sobre un viaje al interior de la Tierra hueca, que siete expedicionarios inician en el polo sur. El viaje no resulta como esperaban. La misión que tienen es más esotérica que geográfica. No es ciencia ficción, no es realismo mágico, no es novela histórica y no es ficción histórica estrictamente hablando. No parece pertenecer a algún tipo de literatura que se esté produciendo en Colombia y por supuesto no trata de la violencia en nuestro país , ni de la historia de algún capo, algún secuestro o algún desplazado. De hecho no es una novela sobre temas colombianos, excepto por el hecho de que refleja las vidas de seis colombianos que ya no viven en su país. El escenario de mi novela es, en realidad, el mundo. Las literaturas nacionales son cada vez más difíciles de sostener en un mundo que se ha globalizado, en el que hay que procurar cada  vez más que los lectores se sientan parte de la humanidad como un todo, porque ya es así, en red y en unidad, como  son las cosas. No es una novela con consejería espiritual incluida, como las de Paulo Coelho. Ni es un libro que sirva para conseguir adeptos . No es una obra metafísica autobiográfica, como las de Lobsang Rampa o las de Carlos Castañeda. No es un texto de especulación documental, como las de JJ benitez. Espero haberle dado vida a mis personajes, que  no tienen nada de Indiana Jones ni se portan como héroes. Son seis colombianos y un inglés, unos neohippies poliamorosos, mochileros , que viajan a India y se conocen allí. Mi novela le exige al lector que no solamente entretenga la imaginación sino que se plantee preguntas metafísicas y enigmas arqueológicos. Tal vez sea una obra precursora.

No soy crítico literario: mi función no es evaluar, en términos de la historia de la literatura, la pertinencia de mi texto. No soy literato: mi especialidad no es el estudio erudito de un autor, una época del arte. Soy escritor: lo mío es contar una historia. Pero no me inquieta menos investigar quien está escribiendo obras parecidas a la mía y que me aportan ellas o que les aporto yo a los escritores que tienen ideas semejantes a las que a mí me apasionan.

Hace dos años lancé una novela que   apellidé “ecológica”. Era la primera novela que producía después de casi 20 años de silencio literario. Se llama “Esta isla de ecos azules”. En ella, Una mujer que se comunicaba con los cetáceos viajaba con un extraño grupo filantrópico que afrontaba el cambio climático. Había situaciones futuristas sobre   el papel  y el destino del ser humano en la nueva tierra. Un grupo de escogidos y una civilización secreta de mujeres intentaban rescatar al planeta de su crisis ecológica, un hombre valoraba  el poder uterino de la vida mediante un trance que lo llevaba a conocer los orígenes del mundo.  En ese texto me dominaba la sensibilidad ecológica,  la orientación espiritual y la comprensión femenina sobre  los peligros que acechan al ser humano. Intenté criticar al orden patriarcal mundial, le hice guiños de admiración a las sabidurías ancestrales.
Hoy, con esta segunda novela publicada, usaría el epíteto “esotérica” para designarla. No es la mejor descripción, porque es un adjetivo que lleva a muchos equívocos, pero podemos intentar otros apelativos luego de darle un rato vueltas  al asunto del que trata y al contexto con el que se relaciona.

Hay varios elementos que nos pueden servir como brújula para encontrar un lugar para mi novela en la literatura. El primero es el de la pasión por los temas de geografía sagrada. Ustedes han oído hablar tal vez de  la geometría sagrada, por las enseñanzas de Drúnvalo Melchizedec. Pues bien, también hay una geografía sagrada: es la disciplina que se pregunta por todo lo que la geografía tradicional descarta como tema válido en el estudio del planeta tierra: líneas de energía, localización de ruinas arqueológicas famosas, lugares secretos de valor para los pueblos de la antigüedad, civilizaciones perdidas, hundidas y ocultas, etc. Y uno de esos temas fascinantes de la geografía sagrada es el de la teoría de la tierra hueca, que dice que nuestro planeta no es sólido por dentro, ni tiene un núcleo ígneo e incandescente, sino un sol interior y una estructura esférica hueca habitable. Este es el primer elemento.

El segundo es el de la historia oculta de la humanidad. Probablemente la pionera en este asunto fue Madame Blavatski, la fundadora de la sociedad teosófica en el siglo XIX, en Europa. También los rosacruces y los masones han incursionado en el tema, pero hay que ir más hacia atrás porque la pasión por las culturas antiguas realmente comenzó con el emperador Napoleón, un entusiasta del mundo egipcio. Las aventuras exóticas de los aristócratas ingleses y europeos por los países orientales, por el medio oriente y África, por las ruinas mayas y otras historias similares que han hecho eco en películas taquilleras como indiana jones; se remontan a la sorpresa que produjo saber, cuando se terminó la edad media y los europeos comenzaron a recorrer el mundo, que la cultura occidental solo era una de tantas. En la edad media se pensaba que la civilización tenia su origen en Grecia, luego se vio que Egipto era más antiguo, y después se hicieron excavaciones entre los  rios Tigris y Éufrates para encontrar que la civilización sumeria era la más antigua de todas. Pero la historia oculta de la tierra que nos contaron los libros de madame Blavatski decían otra cosa: nos invitaban a imaginar más atrás aun, nos hablan de que han existido  cinco razas humanas, y que somos la quinta subraza de la quinta raza en un proceso evolutivo muy complejo que ha tenido lugar en el remoto pasado, aunque la ciencia histórica no esté de acuerdo. Por supuesto, habrían existido otros continentes, el de la Atlántida y el de la lemuria, ya desaparecidos, en los que buena parte de esas civilizaciones habría tenido lugar. Y antes de eso, pangea, el continente único, que ya se ha comprobado que existió antes que se dividiera en los actuales cinco continentes.

Pero  en mi caso el que disparó mi interés por la historia oculta fue Drúnvalo Melchizedec. Aunque yo había leído ya de adolescente la obra de madame Blavatski y un texto fascinante de Max hendel “Concepto rosacruz del cosmos”, fue tomando los talleres de la flor de la vida en PHI que volvi a experimentar un despertar de conciencia al que no me pude resistir. Los textos de Drúnvalo son tan sencillos y tan fascinantes que me hicieron creer que de verdad esa geografía oculta y esa historia no revelada de la humanidad son muy probables. Drúnvalo habla de estos temas con una fascinación que hipnotiza, es un verdadero  mago para contar historias y en ese sentido, un verdadero novelista oral. Conforme leía “el secreto de la flor de la vida”, ambos tomos, yo iba sintiendo que se ampliaba mi visión sobre el propósito de mi vida de una manera increíble. Era un verdadero ejercicio de la imaginación pensar en la escuela de Horus, en los vehículos de luz activada que son los merkabahs, en la ascensión a la cuarta y la quinta dimensión, en las anécdotas de Drúnvalo sobre la alquimia, sus encuentros con Thot, todo eso. ¡Y Drúnvalo hablaba con certeza, como quien cree que realmente todo eso ha sido así! Yo tengo un lado derecho de mi cerebro preparado para ser crédulo y un lado izquierdo hecho para ser escéptico, y ambos me funcionan bastante bien. Me cuesta bastante trabajo ser solamente crédulo o simplemente escéptico, ambos extremos me parecen igual de peligrosos. Así que decidí ser ambas cosas a la vez: tomarlo todo como si fuera la ficción más entretenida que me habían contado, pero al mismo tiempo dejarme seducir por la información y tomarla a pie juntillas. Para que eso fuera posible yo tenis que escribir una novela en la que unos personajes se inclinaran mas por lo uno que por lo otro, así que escribiendo literatura con lo que drunvalo contaba como historia objetiva de la humanidad, yo  intente poner de acuerdo a mis dos cerebros. Creo que fue en medio de una clase con Helmer Zuluaga que en un momento me dije: esto que me están diciendo, sea verdad o no, es lo más interesante que he oído, y merece por lo menos convertirse en una novela. Son momentos en los que uno queda amorosamente condenado a escribir.

De la tierra hueca no supe por Drúnvalo. Fue en internet, pescando al azar.  Y un tema me llevó al otro. Vi que la geometría sagrada,  la historia oculta, la geografía oculta y la teoría de la tierra hueca estaban muy ligadas. Pero como la flor de la vida y el merkabah nos llevan a un punto más importante aún, que es el del despertar del corazón, el del lugar secreto dentro del corazón y estos nuevos temas que se han estado presentando en PHI, pronto me percaté que si yo iba a escribir una novela con todo este material sus protagonistas tendrían que hacer unos progresos espirituales y psicológicos que los llevaran a despertar al amor cristico, a entrar en la cuarta y la quinta dimensión y a otros asuntos relacionados.

Entonces comencé a investigar, ya no solo en Drúnvalo, sino en otros autores. Por un año no pude hacer otra cosa que leer la obra completa de Zecharia Sitchin, en la que me embebí como un adicto. El libro “El doceavo planeta” me mostraba un panorama similar, pero ahora el rigor arqueológico, filológico y el atrevimiento para postular interpretaciones de la escritura cuneiforme, me llevaban a ver en la obra del judío de origen ruso una razón más para apasionarme con la historia oculta de este planeta. ¡Ahora resultaba que la raza humana era el resultado de una mutación genética producida por extraterrestres venidos a la tierra a quienes la humanidad había adorado como dioses! Esto ya era como para enloquecer del todo, y mucho me temí que me pasara como a don quijote de la mancha, que enloquece leyendo novelas de caballería. Mi esposa estuvo a punto de confabularse con alguien más para quemar mi biblioteca y traerme de vuelta al mundo real y yo estuve a punto, no de ver molinos de vientos convertidos en gigantes que me desafiaban, sino de ver ovnis, seres gigantes, lanzaderas espaciales, diluvios y extraterrestres en vez de edificios, casas y automóviles en el barrio de chapinero donde vivo.

No vi que coincidieran exactamente las versiones de Drunvalo y de Sitchin, y por mucho tiempo esto me intrigó. Me tensionaba también que otro autor más, Rudolf Steiner, diera una versión metafísica, a su vez, diferente; especialmente de la historia  de la Atlántida y del papel de jesus como mediador de la bendición crística en la evolución terrestre. Años atrás le había echado muela al libro de Urantia, que es todavía más enigmático y de tendencia, igual que en el caso de Steiner, bastante cristiana. Va un poco en la línea del curso de milagros: subvalora bastante la importancia del budismo y del hinduismo, del islam y del taoísmo, de la sabiduría nativa y de otras tendencias religiosas, a favor del papel de jesus como salvador principal de la humanidad. Era de verdad difícil no indigestarse con tantas versiones diversas acerca de la historia oculta de la humanidad.

Pero pensé que tenía que haber una forma de conciliar y de colocar en un todo coherente cada pieza del rompecabezas. Me fui a la isla de providencia con mi esposa y cuarenta gigas de información en un computador, y dedique con disciplina todas las mañanas y todas las noches, por ocho horas diarias, a leer aun más textos relativos al asunto. Pude además ir descubriendo que el tema de la aeronáutica antigua y de los viajes en el tiempo había sido de gran importancia para el esoterismo europeo en Alemania y me introduje en el peligroso escondrijo de la relación que tuvieron los grupos esotéricos nazis con el tema de los ovnis, los viajes en el tiempo y otros tópicos fascinantes. Encontré textos de ariosofía hindú: yo no sabía que Hitler había tenido tantos discípulos hinduistas y eso me empezó a dar escalofríos. Encontré excelentes biografias del lado esotérico del fuhrer alemán, que me alertaron sobre el lado oscuro y el mal manejo de las ciencias y magias espirituales, además de brindarme pistas para el desenvolvimiento del tema y de la trama de la novela. JJ Benitez tenía descifrados varios elementos sobre la teoría de la rebelión luciferina, compatibles tanto con Steiner como con el libro de Urantia. Poco a poco, en fín, fui permitiendo que ese caos de lecturas, reflexiones, sustos, sorpresas, desvelos; se asentara en mi mente preconciente, para prepararme a la escritura de buena parte de la novela que hoy les estoy regalando.

Me parece hoy, después de todo el trabajo que puse en conseguir el texto final, que el proceso creativo de escribir esta novela es un tanto mágico. En realidad, es como si no hubiera surgido de mí, sino de la enorme cantidad de autores que se han quemado las pestañas intentando responder a la pregunta acerca de quiénes somos como humanidad, de donde procedemos y para donde nos dirigimos en pleno siglo XXI, cuando tantos peligros nos hacen sentir frágiles y necesitados de respuestas. ¿Habrá una tercera guerra mundial? ¿Ha tenido sentido todo el sufrimiento que la humanidad ha padecido? ¿Forma parte de la evolución del ser humano hacia estados superiores de conciencia que hayan existido todas las misteriosas culturas de la antigüedad? ¿Tenían ellas tecnologías superiores a la nuestra? ¿Hubo civilizaciones más espirituales y sabias, y que debemos aprender de ellas? ¿Hay vida en otros planetas y descendemos de seres inteligentes que nos modelaron a su imagen y semejanza?

Mi novela fluyó en respuestas a todas estas preguntas, que me parecen validas una por una. Me cuidé de presentar de manera muy pedagógica y secuencial los conceptos que se necesitan para que un lector no familiarizado con terminología metafísica o espiritual pueda paso a paso comprender la trama y el tema de la historia. Cuando leí, ya terminado, el manuscrito final, me sorprendí de haber sido el autor de todo eso. Si: había surgido de mí. Pero no: en cierto modo, yo he sido solamente un instrumento para que se pueda sintetizar, de una manera concisa, todo ese caudal de información en el que, de verdad, me encanta creer. Me gusta mucho mas creer que no creer. Al mismo tiempo, me advierto a mi mismo a toda hora que no debe creerse de manera ciega nada en absoluto, ese es un enorme peligro, conduce al fundamentalismo y a la violencia  política y religiosa. Pero creer es una habilidad que nos hace mas humanos, que nos vuelve mejores personas, sobre todo cuando sirve para encontrarle sentido al mundo, para mantener la esperanza en un mundo mejor, para intentar volvernos seres más amorosos. El escepticismo que aunque no lo parezca también es una  creencia –una fe en lo que niega- , no es una creencia saludable: cierra el corazón, seca el alma. Y por eso el arte vivifica, como espero que lo haga esta novela: porque, imaginarias o no, nuestras ideas espirituales y religiosas, nuestras explicaciones metafísicas y evolutivas son lo más real que tenemos para  confiar en el propósito de la vida. Yo creo que es muy poco inteligente tanto el extremo del escepticismo que desdeña lo inusual como si cualquier idea novedosa fuera por  eso mismo falsa, como el de la credulidad ciega. No se asemejan. Se diferencian mucho.

Pero, por cierto, creo que no solo creo por creer. He encontrado razones para pensar que la historia no fue como nos la contaron en el bachillerato, y que todo ciudadano inteligente debe dudar de que la historia sea como se la enseñaron. Hay demasiados enigmas que dejan de serlo si simplemente reconstruimos nuestro pasado a la luz de teorías históricas como las de Blavatski, Drunvalo, Sitchin y Steiner. Por su parte, la hipótesis de una Tierra solida sigue siendo eso, porque lo más profundo que se ha logrado excavar para observar cómo es realmente el interior terrestre no pasa de los 12 kilómetros. En mi novela la Tierra tiene un interior hueco con un sol central flotante que le da energía a los seres que habitan allí, pero no le puedo adelantar al lector cuáles son esos seres ni cómo interactúan con los expedicionarios. Me inspiro en teorías geográficas alternativas, que no respaldan los geólogos ortodoxos, pero que han sido defendidas por ilustres científicos como Edmund Halley, famoso por el cometa que lleva su nombre.

Una novela puede ser algo más que ficción siendo simplemente una novela. Recordemos que todas las de julio Verne que parecían aventuras fantásticas se volvieron hechos reales : el viaje a la luna, los submarinos por ejemplo. Recordemos que las novelas de ciencia ficción de Julio Verne se fundaban en sus lecturas de actualidad científica. Y la mitología con frecuencia nos lleva al descubrimiento científico: Troya era un mito literario Griego y la civilización Sumeria era una leyenda bíblica hasta que Schielmann descubrió la ciudad y lo propio ocurrió con las decenas de poblaciones desenterradas en Mesopotamia. Tal vez algún día encontraremos el dorado. La literatura es un ejercicio muy saludable de la imaginación: ni nos fanatiza como el mito religioso, ni nos cierra la mente como ocurre con la ciencia escéptica.

Pero mi novela es muy diferente de la del “Viaje al centro de la tierra”. En mi obra viajar al centro de la tierra es meramente un símbolo de una aventura mucho más valiosa, que tiene que ver, por un lado, con un proceso de sanación emocional que necesitan hacer los incursionistas, y por  otro con la revelación que ellos obtienen acerca de la historia oculta de la Tierra. No sólo me interesa transgredir el dogma geográfico, sino también explorar lo que sucedería si la historia de la humanidad, como nos la han contado, fuera nada más que la punta del Iceberg acerca de las civilizaciones y la evolución de la conciencia humana en este planeta.

No soy el único escritor en usar la teoría de la tierra hueca como escenario, pero como ya he leído  las novelas que se le parecen puedo aseverar que la mía es la más propositiva y original, en la medida en que integro lo geográfico, lo histórico, lo psicológico y lo metafísico. Mario Mendoza escribió “Mi extraño viaje al mundo de Shambala”, publicada por Arango Editores en 2013. Es un texto para preadolescentes que parece una reiteración de la ruta que hicieron los personajes de “Viaje al centro de la tierra”, en la que se trastocan los detalles del viaje, a la colombiana, para hacerle un homenaje a villa de Leiva y colocar como héroe de la historia a un niño. Mario Escobar Golderos, un español, ha escrito la saga “Misión Verne”, en la cual se repite también, casi que literalmente, la travesía Verniana, pero esta vez en el contexto de la Alemania nazi y sus círculos ocultistas. Mejor preparada y con más investigación que la de Mendoza, la de Escobar resulta entretenida para adeptos al tema.

No sé si un crítico literario, para volver al asunto de cómo clasificar mi novela, asociaría mi nombre con el de ciertos investigadores y escritores que respeto y a los que no les doy ni a los tobillos. Comparto con varios escritores el interés por ficciones históricas noveladas. Felipe Botaya, por ejemplo, escribió “Tecnología Oculta de la Segunda Guerra Mundial”. Es una novela sobre el proyecto más importante del III Reich, dirigido por el General SS Dr. Hans Kammler, que llevó a los nazis al desarrollo de la ingeniería del tiempo para crear una máquina que viajara a Etiopía y obtener una poderosa reliquia :el Arca de la Alianza. Su misión: trasladarla a Normandía antes del famoso Día D y evitar la invasión aliada. Admiro a Miguel Celades Rex , un investigador apasionado del asunto extraterrestre desde los 14 años, cuando tuvo acceso al documental "Recuerdos del futuro y Regreso a las estrellas" de Erich Von Daniken y al libro "S.O.S. a la humanidad" de J.J. Benitez.  Es una persona muy consciente de la gran cantidad de información que  los gobiernos ocultan a la opinión pública para impedir que se forjen con menos especulación y más datos las teorías alternativas acerca de la historia terrestre. Rudolf von Bitter Rucker  es un matemático Americano y autor de ciencia ficción , fundador del movimiento literario ciberpunk. Escribe sobre física de la cuarta y quinta dimensión, abducciones alienígenas, el infinito,  y defiende la corriente literaria transrealista que propone mezclar elementos de la fantasía que simbolizan la transformación psicológica humana, para resolver enigmas científicos.

Sea como sea, y aunque no puedo responder a la pregunta con la que comencé esta charla, tengo la esperanza de que, con novelas como la tengo el gusto de entregarles hoy, sea posible abrir nuevos caminos para la literatura y también para la espiritualidad humana de los lectores colombianos  y de otros países. Me parece que la literatura va a tener que entrar en una nueva era,  porque también el arte va a  tener que ascender. La ascensión del ser humano a niveles de consciencia superior implica cambios en todo sentido. Pero cuando uno lee la novela como expresión del nivel cultural del planeta, da la impresión que aun no da el salto. Hay demasiada tragedia. Hay, por ejemplo, un género que ustedes conocen, el de la novela negra, al que yo me opongo. Yo propongo lo contrario, lo que he llamado novela blanca. Novela negra es la que se inspira en el mundo profesional del crimen, como la define Raymond Chandler en su ensayo “”El simple arte de matar”. La caracterizan personajes oscuros, lenguaje desafiante, antilirismo en la expresión, descripciones de ambientes degradantes, argumentos violentos, antihéroes, ausencia de personajes moralizantes, individuos derrotados y deliberadamente condenados al fracaso, interés por dibujar los peores aspectos del ser humano y descripciones crudas de hechos abominables. Yo digo que a la novela negra, si vamos a entrar en una nueva etapa, si eso está ocurriendo ya desde el año 2012, la va a reemplazar una novela que, por oposición, será blanca. Ojalá nunca la luz se vuelva tampoco un monopolio, pero sí que sería terapéutico que decayera la estética de lo oscuro. Los escritores de la etapa de la historia que está terminando ven al ser humano como un error garrafal de la naturaleza, un simio que arrastra consigo una baja y esencial motivación moral. De propositiva que era en el siglo XIX, la novela pasó a ser cínica, satírica desde el siglo XX, caracterizada por un mandamiento implícito: no moralizarás, idealizarás ni insinuarás como escritor que tienes alguna promesa respecto al problema humano, o serás excluido de la historia de la literatura. Hay un gran negocio editorial, hoy en día, fundamentado en nutrir aun más el pesimismo, el fundamentalismo, la música pesada y la caracterización del deterioro ético de un planeta imposible ya de diagnosticar, por lo complejo. Los periódicos amarillistas venden más que los que intentan el equilibrio. La sangre vende. Cualquier negociante literario sabe usar el sexo y la violencia para escalar. Hasta el éxito reciente de los mejor vendidos que ahora se ofrecen en los supermercados es un descendiente directo de la ecuación arte igual crudeza: se compran muy bien las historias de mujeres que piden ser sodomizadas por profesionales del sadismo. Y esto también se va a  terminar, porque el ser humano debe evolucionar ya, para bien del planeta tierra.

Dentro de un siglo habrán desaparecido, ojalá, de la literatura , las leyendas draculescas, el  vampirismo, las historias de zombies. Todo eso entretiene la energía del temor, en vez de fundar una civilización planetaria del amor. Serán, ojalá, cosas del pasado, las historias de adictos, asesinos ocasionales, personajes morbosos, misóginos, traficantes, humor negro, fatalidad ciega, los bestsellers de la pedofilia y el asesinato en serie. Los lectores  de novelas negras, hoy en día, toman como ejemplo de vidas valiosas a los artistas del pasado que no fueron, precisamente, seres felices y armónicos. Eso cambiará cuando el arte sea una fuente de inspiración, alegría, gratitud y esperanza para el ser humano, en el mejor  futuro que confiamos que vendrá. Uno ve estudiantes de literatura que procuran con todas sus fuerzas adolescentes morir temprano como Rimbaud, ser alcohólicos como Bukowski, tener problemas mentales como Poe, contraer sífilis como Nietzche, para obtener el diploma de artistas inteligentes. Hablan muchos del suicidio como algo glorioso, rara vez ciertas tribus urbanas de adolescentes disfrutan en el arte de un guiño romántico, de algún ademán bucólico, de cierto coqueteo con la belleza del entorno natural. En ambientes intelectuales, por otra parte, he visto que los editores se sienten inseguros de ofrecer otras opciones a los lectores para  no bajar de “status”. Si los personajes del texto no sufren interiormente de principio a fin, si encuentran una salida para sus problemas, suenan las alarmas: ¡la felicidad, la armonía, la esperanza, no pueden ni deben definir la percepción estética de la vida! Escándalo: la novela está enferma, el autor es un ingenuo, el final parece “feliz”.

Y no  hay por qué despreciar al escritor maldito, al que tomó como fe personal que vivir es una tragedia y que el fracaso es una característica inherente de todo aquel que haya nacido. Pero el problema de una tendencia es que se vuelva un monopolio. El premio nobel rara vez se ha dado a escritores que resalten de alguna manera las posibilidades trascendentes de la vida. El galardón ha sido dado rara vez a la literatura de tonalidad “blanca”, como si solamente cuando se trata del género juvenil e infantil una cosmovisión trascendente tuviera cabida: Rabindranath Tagore en 1913, Rudyard  Kipling en 1907, Gabriela Mistral en 1945, Hermann Hesse en 1946, Pablo Neruda en 1971. Ninguno de estos escritores dejó de expresar que sufre, que hay zonas oscuras. Pero fueron afirmativos en vez de quejumbrosos, positivos en vez de  displicentes, creyeron en vez de desistir y no inculcaron la idea de que el tono depresivo era sinónimo de lucidez estética. Sin embargo, la academia sueca no parece haberse caracterizado por resaltar a los que optan por cantarle a la vida. ¿O es que eso es imposible por fuera de la poesía, por fuera de la alegría de la infancia y la confianza de la juventud temprana? ¿Es imposible la novela blanca para públicos adultos?


Por milenios ha existido la literatura como canto a la vida. La mujer, con mayor probabilidad  que el hombre, sabrá volver a gestar en las tierras de la novela un nuevo tono que nos levante el ánimo, una espiritualidad afirmativa que supere el panfleto comercial de Paulo Coelho pero reivindique sin embargo la intención de rescatar al lector de la moda gótica, del desaliño de las tribus urbanas. Se necesitan mujeres que prueben que el futuro del superhombre será tener útero y amar la vida por encima de todas las cosas. En su búsqueda de identidad los jóvenes lectores se merecen algo más que escoger entre formar parte de los darks, los emos, los skin heads, los frikis y los heavies.

¿Puede a veces la novela anunciar un camino que todavía no representan los medios de comunicación, centrados en el amarillismo, en la venta de una realidad que se compra porque el miedo, el horror y la crueldad consiguen más seguidores que los que quieren amar lo posible, agradecer lo existente, fundar una espiritualidad afirmativa que bendiga la vida sobre la tierra? Los prejuicios de la novela negra serán vistos, dentro de un siglo, tal vez antes, como un síntoma de lo extraviado que estaba el arte de su verdadero y más profundo propósito espiritual. Las novelas del futuro hablarán de aldeas ecosostenibles y regiones liberadas del imperialismo globalizado. Surgirán propuestas literarias luminosas cuando el panorama nacional y mundial se vea más despejado. En las novelas del futuro surgirán personajes que sin ingenuidad pero con amor abrirán su corazón. Y espero que mi novela, en ese sentido, ya esté aportándoles a ustedes su granito de arena.


miércoles, 4 de septiembre de 2013

MANIFIESTO CONTRA LA NOVELA NEGRA Y LA LITERATURA OSCURA

Ha llegado  la hora de inaugurar la novela blanca, de inventar su existencia, de resaltar, -creando la etiqueta -; que existe una forma de hacer literatura diferente a la de la novela negra y sus parientes. La historia del arte, que puede intentar comprenderse mediante esquemas dialécticos, ha sido una pendulación entre unos extremos y otros. Cuando una tendencia nace y se ha reproducido lo suficiente, hasta casi agotar otras formas de expresión, suele surgir un movimiento que la contradice, la discute, la pone en entredicho. Sucedió así cuando al arte clásico se le opuso el romanticismo. Así ocurrió cuando a la pintura realista, ceñida a la perspectiva y a la objetividad, la contradijo el impresionismo. A la novela negra habrá de refutarla la que, por oposición, será blanca. Ojalá nunca la luz se vuelva tampoco un monopolio, pero sí que sería terapéutico que decayera la estética de lo oscuro.

En el recuento de la literatura, sin duda habrá que darle un lugar a la “novela negra”, así bautizada por Raymond Chandler en su ensayo “”El simple arte de matar”. El término está asociado con textos caracterizados por personajes oscuros, lenguaje desafiante, antilirismo en la expresión, descripciones de ambientes degradantes, argumentos violentos, antihéroes, ausencia de personajes moralizantes, individuos derrotados y deliberadamente condenados al fracaso, interés por dibujar los peores aspectos del ser humano y descripciones crudas de hechos abominables. Novela negra es la que se inspira en el mundo profesional del crimen, como la define Chandler. En vez de descubrir al culpable como en la novela policiaca, la intriga argumental busca develar la condición de por sí corrupta del ser humano, que es definido  universalmente como un error garrafal de la naturaleza, un simio que arrastra consigo una baja y esencial motivación moral. 

Con la novela clásica del siglo XIX se había celebrado con justicia que sus personajes no fueran moralizantes, que el escritor no dividiera el mundo en buenos y malo, que hubiera matices. Pero ahora no se trataba de la caracterización realista, sino del hiperrealismo. Ver exclusivamente lo monstruoso se convertía en apreciar con objetividad la conducta humana. Reírse de la bajeza y empalagarse con ella era sinónimo además de no pertenecer a las élites intelectuales, a los escritores burgueses: el tono sarcástico tenía su connotación de izquierda. La tendencia literaria nacía para reflejar la atmósfera de miedo e inseguridad que tuvo como preámbulo vivir en la época de la primera guerra mundial. Alimentaron luego ese estilo las violencias y totalitarismos de la segunda guerra, los gangsters, el existencialismo, el fascismo, la Alemania nazi y el colonialismo armado. ¿No les daba la razón esa cruda exposición de lo humano el intervencionismo hipócrita norteamericano, la guerra fría? No es de extrañar que por lo tanto la novela negra siga viva. El crimen organizado, el caos urbano, el narcotráfico, el tráfico de personas y muchísimos otros fenómenos sociales que todavía nos asedian y de los que todavía se obtiene lo principal del rating en televisión y los enlaces virales en internet; están vivos y coleando para nutrir aun más el pesimismo gótico, el fundamentalismo punk, la música pesada y la caracterización del deterioro ético de un planeta imposible ya de diagnosticar, por lo complejo. Los periódicos amarillistas venden más que los que intentan el equilibrio. La sangre vende. Cualquier negociante literario sabe usar el sexo y la violencia para escalar.

Como resultado de una tendencia en el arte, es una ley que lo que surge como antítesis de lo ortodoxo, lo que inaugura una protesta -luego de algún tiempo- gana su aprobación institucional. Se acartona, se modela y se convierte finalmente en un canon de lo que puede considerarse “bello” o “aceptable”, artísticamente hablando. Toda ortodoxia fue heterodoxa. Cuando Carroll John Daly creó el subgénero sin saberlo, sin bautizarlo así siquiera, en 1922, Dashiell Hammett y Raymond Chandler seguramente lo imitaron como continuando con el desafío que significaba para la novela del siglo XIX estar renunciando a escribir para proponer. De propositiva, la novela pasó a ser cínica, satírica. Había surgido una nueva moral estética con un mandamiento implícito: no moralizarás, idealizarás ni insinuarás como escritor que tienes alguna promesa respecto al problema humano, o serás excluido de la historia de la literatura. La moral del dogma anti moralizador fraguaba un nuevo límite definitorio para lo que podría considerarse artísticamente correcto. Era la refutación al soterrado cristianismo de Tolstoi, al psicologismo en el fondo esperanzado de Dostoiewski, a la caricaturización  dualista de los defectos en la obra de Balzac, a la nostalgia del señorito aristocrático en la obra de Proust. Todo muy comprensible como pendulación en la historia del arte.

No es que antes no se hubiesen escrito rechinantes historias oscuras: para eso están los precursores siempre: Sade,  leyendas draculescas, vampirismo, doctor Jekill y Mr Hyde. Pero, de nuevo, como toda estética, el movimiento era  silenciosamente normativo: terminaría acallando otras opciones y el siglo que se inauguraba era muy buen caldo de cultivo para que no fuera de otro modo. Los bajos fondos, los diálogos ácidos, los matices de la paleta que unas veces parecerían cuentos del arrabal Borgiano y otras contendrían el refrescante y antivictoriano descaro sexual de Henri Miller o de Bukowski; iban a deleitar por décadas al novelista y al lector. Una nueva mina argumental de lirismo sórdido: mujeres fatales que hipnotizan a sus amados para convertirlos en asesinos, historias de adictos, asesinos ocasionales, personajes morbosos, misóginos, traficantes, humor negro, fatalidad ciega, idealización del suicidio, reciclaje de la necrofilia de los poetas malditos,  bestsellers de la pedofilia y el asesinato en serie. Hasta el éxito reciente de los mejor vendidos que ahora se ofrecen en los supermercados es un descendiente directo de la ecuación arte igual crudeza: se compran muy bien las historias de mujeres que piden ser sodomizadas por profesionales del sadismo.  La ruptura con la novela clásica casi podría equivaler, en la nueva ecuación estética, a novela negra. Y los subgéneros gestados en los últimos cien años casi que podrían tacharse de géneros epífitos del color de la oscuridad: novelas de fantasmas, de terror, de muertos vivientes; novelas nadaistas, existencialistas, sartrianas. Ni el mismo Batman por aristocrático que sea parece tan distinto del guasón, del mafioso newyorkino ni de otros prototipos góticos de Hollywood.

No se puede, si se estudia el tema, dejar de sentir admiración por toda la riqueza estética que surge de la exploración de todo lo que sea humano. Para eso está también el arte. Si la psicología profunda descubría con Sigmund Freud los bajos fondos del inconsciente, el surrealismo y la novela negra tenían derecho a excavar en las madrigueras del infierno. Así lo hicieron. Así aportaron. Así seguirán caracterizando e indagando acerca del misterio de este animal pseudoracional que somos, no solamente el arte y la literatura, sino también las ciencias del cerebro y las ciencias sociales. Nos hemos divertido, sin duda, y muchísimo, descubriendo que el comportamiento errático y el nihilismo son respuestas posibles ante el enigma de existir. En la edad media el arte occidental era un subsidiario de la religión y eso lo esclavizó hasta convertirlo en un propagandista moral. Hay que celebrar que la modernidad haya sido antropocéntrica, que la inquietud del arte haya dejado de estar monopolizada por  dogmas. No hay por qué despreciar al escritor maldito, al que tomó como fe personal que vivir es una tragedia y que el fracaso es una característica inherente de todo aquel que haya nacido. Es  opción de muchos artistas y  tradición desde Esquilo definir el arte como un antídoto inútil en todo caso contra el fardo de la vida y al poeta como un héroe estilo Rimbaud que asume la limitación, la mortalidad, la compulsión como una estética. Grandes novelas se inspiran en personajes decadentes, en artistas poseídos por su propia locura, en condenados por la injusticia social, en seres que sufren hasta el paroxismo. El lenguaje tosco,el regodeo con el pesimismo, la reivindicación del lenguaje violento, la descripción escueta de lo sexual; no tienen por qué estar prohibidos en un texto para que este pueda considerarse literario. Todo lo contrario, la novela es el templo de la inclusividad, todo cabe en ella. El arte es la geografía delo plural. Eso no se niega.

Pero el problema de un movimiento, una escuela, una tendencia, una moda; no es que no contribuya  a su modo. Lo peligroso es que se vuelva canon. Cuando se dice que “todo” cabe en el arte no hay por qué excluir, precisamente, cualquier cosa que se salga del “buen gusto” nihilista. Y esto se lee si se tiene perspicacia para descifrar mensajes ocultos, lenguaje no verbal, en los ámbitos culturales, en las tertulias de intelectuales, en el tono con el que hablan los que escriben o los que se sienten muy “cultos”, en los criterios que siguen, sin ser muy conscientes de ello, los jurados de los concursos literarios. Es fácil olfatear un mensaje tácito que dice así: no eres inteligente, no eres crítico y no haces arte si no compartes la estética de la oscuridad.  Desde ese estrado, los jueces de lo inteligente dictaminan lo que se cataloga o no como “buena literatura”. El premio nobel rara vez se ha dado a escritores que resalten de alguna manera las posibilidades trascendentes de la vida. El galardón ha sido dado rara vez a la literatura de tonalidad “blanca”, como si solamente cuando se trata del género juvenil e infantil una cosmovisión trascendente tuviera cabida: Rabindranath Tagore en 1913, Rudyard  Kipling en 1907, Gabriela Mistral en 1945, Hermann Hesse en 1946, Pablo Neruda en 1971. Ninguno de estos escritores dejó de expresar que sufre, que hay zonas oscuras. Pero fueron afirmativos en vez de quejumbrosos, positivos en vez de  displicentes, creyeron en vez de desistir y no inculcaron la idea de que el tono depresivo era sinónimo de lucidez estética. Sin embargo, la academia sueca no parece haberse caracterizado por resaltar a los que optan por cantarle a la vida. ¿O es que eso es imposible por fuera de la poesía, por fuera de la alegría de la infancia y la confianza de la juventud temprana? ¿Es imposible la novela blanca para públicos adultos?


Los estudiantes de literatura procuran con todas sus fuerzas adolescentes morir temprano como Rimbaud, ser alcohólicos como Bukowski, tener problemas mentales como Poe, contraer sífilis como Nietzche, para obtener el diploma de artistas inteligentes. En teatro se prefiere a Samuel Beckett, en ensayo a Bertrand Russell, en denuncia política a Herta Muller. Lo orwelliano sirve como lupa exclusiva para observar la sociedad y justificar la paranoia conspiracionista. Los que desean brindarle un respiro de alivio al lector parecen condenados al gesto displicente. Si hay un guiño romántico, algún ademán bucólico, cierto coqueteo con la belleza del entorno natural, una obra puede ser clasificada como “subgénero”, es decir, de segunda. En una tertulia es más fácil encontrarse con el que se deja seducir de la invitación al suicidio de algún texto de Sábato,  que con el que goza de pasajes delicados y argumentos bajos en adrenalina. Los editores se sienten inseguros de ofrecer otras opciones a los lectores para  no bajar de “status”. Si los personajes del texto no sufren interiormente de principio a fin, si encuentran una salida para sus problemas, suenan las alarmas: ¡la felicidad, la armonía, la esperanza, no pueden ni deben definir la percepción estética de la vida! Escándalo: la novela está enferma, el autor es un ingenuo, el final parece “feliz”. Y entonces se busca alguna etiqueta para denigrar el producto de semejante aberración: “literatura nueva era”, “mamertismo espiritual”. La obra se cataloga, ya no para la sección de literatura de la librería, sino para el anaquel de “crecimiento personal”, “autoayuda”, “interés general” y otras veleidades comerciales, como si solamente existieran dos cajones en el escritorio del crítico : el del genial pesimismo y el de la idiotez superficial. Como si todo lo que no opaque es plomo. Como si no hubiera matices entre Paulo Coelho en el extremo del comercialismo espiritual y otros intentos posibles –los que precisamente no se permite que existan.

La crítica literaria en Colombia ha pensado poco en otras opciones, cuando ha desenvainado la espada contra las obsesiones nacionales y las buenas ventas que opacan la buena literatura. Con justicia se ha advertido que hay otras ventanas para mirar el mundo que no sean las del relato de secuestrados, la novelita de las niñas siliconadas, el thriller diseñado para adolescentes ansiosos de un gesto de asco hacia el mundo, la idealización del capo disfrazada de biografía. Pero tampoco se ha avanzado más allá de la figura del escritor como un comentarista político que en vez de crónica escribe ficción novelada con indirectas ideológicas. ¿No hay otra forma de tener algo que contar que no sea la de no velarlas vidas de los desplazados, los oprimidos por la violencia política, los guerrilleros y los paramilitares? El compromiso del artista con la sociedad puede ser algo  más que opinión novelada acerca del conflicto por el poder. Hay que felicitar a Laura Restrepo, a Hector Abad. Pero también hay frente al caballete del pintor asuntos ecológicos,  cotidianidades,  poesías a las que la imaginación ha dejado de aspirar. En Portugal tenemos a Peixoto, por ejemplo: su novelística descubrió que se puede narrar en cámara lenta y que toda la belleza de lo cotidiano surge de ello. Y refrescan también el ambiente Tomás Gonzalez, que a veces se atreve a vislumbrar el amor y la serenidad  zen. El animal pseudoracional que ha venido siendo el ser humano también ha demostrado ser la promesa de un ángel, la esperanza de un iluminado, la paz de un monje, el disfrute de un instante que parece eterno, la confianza en que lo eterno, a pesar de la herencia de los trágicos griegos, también habita en el alma humana. Se desconoce la poesía de Rumi, la épica del Mahabharatha y el Ramayana. Así como el cine de orientación familiar que producen en Bombay se vende mucho menos en occidente que la película de acción Hoolywoodense –sin duda es un poco meloso pero no por ello deja de ser interesante : por lo menos presenta personajes nobles que se vinculan con amor -, asimismo los que intentan proponer novelas blancas pueden temer el descrédito. ¿Qué más puede pasar cuando se delata y contradice un canon estético?

Pero no será fácil dar el paso. La historia del arte es el autoretrato de la historia de la humanidad  y el último siglo bien puede comprenderse con el reflejo un tanto nauseabundo de la tecnificación bélica y el oprobio fundamentalista de unos y otros bandos que ahora es tan fácil contemplar en directo vía satélite y online con fotos recién subidas a la red. ¿Cómo no iba a dominar el espectro la literatura oscura? Y sin embargo hay que mover el péndulo hacia el otro lado para evitar el estancamiento. Por milenios ha existido la literatura como canto a la vida. La mujer, con mayor probabilidad  que el hombre, sabrá volver a gestar en las tierras de la novela un nuevo tono que nos levante el ánimo, una espiritualidad afirmativa que supere el panfleto comercial de Paulo Coelho pero reivindique sin embargo la intención de rescatar al lector de la moda gótica, del desaliño de las tribus urbanas. Se necesitan mujeres que prueben que el futuro del superhombre será tener útero y amar la vida por encima de todas las cosas. En su búsqueda de identidad los jóvenes lectores se merecen algo más que escoger entre formar parte de los darks, los emos, los skin heads,los frikis y los heavies. Falta una novela que entusiasme pero cualifique aun más las buenas intenciones y lo positivamente rebelde de los hippies, los Hipsters, los Indies y los Grunges. Falta la novela que muestre que  en Colombia y en el mundo se puede hacer algo más que chocar contra una pared de indiferencia y desánimo, con la ira y la rabia de personajes que se rebelan ante el mundo pero no saben que más hacer sino convertirse en genocidas de los clientes de un restaurante Bogotano.

Lo institucional mata, prohíbe lo que se le opone, avergüenza para prevenir que se le contradiga. Y esto ha pasado con el acartonamiento del arte oscuro. Las fantasías de Tolkien, el valor de lo mitológico y lo arquetípico, la diversión de Harry Potter, no pueden ser tomadas en serio por los intelectuales que tienen el poder para definir lo que es arte y lo que es basura. Nada que surja de escritores que no partan de una plataforma política aceptada por el gremio puede ser valioso: así piensan. O argumentan que no se puede dar algún valor en la historia de la literatura a los primeros pinitos que se intentan plantar cuando se sale del molde, así sea a ciegas, con obras que aspiran a ser blancas.

¿No va a poder la literatura vislumbrar horizontes mejores?  ¿La literatura de anticipación únicamente es capaz de divertirse con futuros distópicos? ¿En el siglo XXII no habrá más que Zombies en Colombia? ¿No habrá aldeas ecosostenibles y regiones liberadas del imperialismo globalizado? ¿Solamente surgirán propuestas literarias luminosas cuando el panorama nacional y mundial se vea más despejado? Al  héroe nadaista se le puede oponer otro tipo de ideal inteligente que quiera personificar al ciudadano culto: el de la mujer  y el hombre que tiene esperanzas fundadas, que sin ingenuidad pero con amor abre su corazón. ¿Puede a veces la novela anunciar un camino que todavía no representan los medios de comunicación, centrados en el amarillismo, en la venta de una realidad que se compra porque el miedo, el horror y la crueldad consiguen más seguidores que los que quieren amar lo posible, agradecer lo existente, fundar una espiritualidad afirmativa que bendiga la vida sobre la tierra?