Ha llegado la hora de inaugurar la novela
blanca, de inventar su existencia, de resaltar, -creando la etiqueta -; que
existe una forma de hacer literatura diferente a la de la novela negra y sus
parientes. La historia del arte, que puede intentar comprenderse mediante
esquemas dialécticos, ha sido una pendulación entre unos extremos y otros.
Cuando una tendencia nace y se ha reproducido lo suficiente, hasta casi agotar
otras formas de expresión, suele surgir un movimiento que la contradice, la
discute, la pone en entredicho. Sucedió así cuando al arte clásico se le opuso
el romanticismo. Así ocurrió cuando a la pintura realista, ceñida a la
perspectiva y a la objetividad, la contradijo el impresionismo. A la novela
negra habrá de refutarla la que, por oposición, será blanca. Ojalá nunca la luz se vuelva tampoco un monopolio, pero sí
que sería terapéutico que decayera la estética de lo oscuro.
En el recuento de la literatura, sin duda habrá que
darle un lugar a la “novela negra”, así bautizada por Raymond Chandler en su
ensayo “”El simple arte de matar”. El término está asociado con textos
caracterizados por personajes oscuros, lenguaje desafiante, antilirismo en la
expresión, descripciones de ambientes degradantes, argumentos violentos,
antihéroes, ausencia de personajes moralizantes, individuos derrotados y
deliberadamente condenados al fracaso, interés por dibujar los peores aspectos
del ser humano y descripciones crudas de hechos abominables. Novela negra es la que se inspira en el mundo profesional del
crimen, como la define Chandler. En vez de descubrir al
culpable como en la novela policiaca, la intriga argumental busca develar la
condición de por sí corrupta del ser humano, que es definido
universalmente como un error garrafal de la naturaleza, un simio que
arrastra consigo una baja y esencial motivación moral.
Con la novela clásica del siglo XIX se había celebrado
con justicia que sus personajes no fueran moralizantes, que el escritor no
dividiera el mundo en buenos y malo, que hubiera matices. Pero ahora no se
trataba de la caracterización realista, sino del hiperrealismo. Ver
exclusivamente lo monstruoso se convertía en apreciar con objetividad la
conducta humana. Reírse de la bajeza y empalagarse con ella era sinónimo además
de no pertenecer a las élites intelectuales, a los escritores burgueses: el
tono sarcástico tenía su connotación de izquierda. La tendencia literaria nacía
para reflejar la atmósfera de miedo e inseguridad que tuvo como preámbulo
vivir en la época de la primera guerra mundial. Alimentaron luego ese estilo
las violencias y totalitarismos de la segunda guerra, los gangsters, el
existencialismo, el fascismo, la Alemania nazi y el colonialismo armado. ¿No
les daba la razón esa cruda exposición de lo humano el intervencionismo
hipócrita norteamericano, la guerra fría? No es de extrañar que por lo tanto la
novela negra siga viva. El crimen organizado, el caos urbano, el narcotráfico,
el tráfico de personas y muchísimos otros fenómenos sociales que todavía nos
asedian y de los que todavía se obtiene lo principal del rating en televisión y
los enlaces virales en internet; están vivos y coleando para nutrir aun más el
pesimismo gótico, el fundamentalismo punk, la música pesada y la caracterización
del deterioro ético de un planeta imposible ya de diagnosticar, por lo
complejo. Los periódicos amarillistas venden más que los que intentan el
equilibrio. La sangre vende. Cualquier negociante literario sabe usar el sexo y
la violencia para escalar.
Como resultado de una tendencia en el arte, es una ley
que lo que surge como antítesis de lo ortodoxo, lo que inaugura una protesta
-luego de algún tiempo- gana su aprobación institucional. Se acartona, se
modela y se convierte finalmente en un canon de lo que puede considerarse
“bello” o “aceptable”, artísticamente hablando. Toda ortodoxia fue heterodoxa.
Cuando Carroll John Daly creó el subgénero sin saberlo, sin bautizarlo así
siquiera, en 1922, Dashiell Hammett y Raymond Chandler seguramente lo imitaron
como continuando con el desafío que significaba para la novela del siglo XIX
estar renunciando a escribir para proponer. De propositiva, la novela pasó a
ser cínica, satírica. Había surgido una nueva moral estética con un mandamiento
implícito: no moralizarás, idealizarás ni insinuarás como escritor que tienes
alguna promesa respecto al problema humano, o serás excluido de la historia de
la literatura. La moral del dogma anti moralizador fraguaba un nuevo límite
definitorio para lo que podría considerarse artísticamente correcto. Era la
refutación al soterrado cristianismo de Tolstoi, al psicologismo en el fondo
esperanzado de Dostoiewski, a la caricaturización dualista de los
defectos en la obra de Balzac, a la nostalgia del señorito aristocrático en la obra
de Proust. Todo muy comprensible como pendulación en la historia del arte.
No es que antes no se hubiesen escrito rechinantes
historias oscuras: para eso están los precursores siempre: Sade, leyendas
draculescas, vampirismo, doctor Jekill y Mr Hyde. Pero, de nuevo, como toda
estética, el movimiento era silenciosamente normativo: terminaría
acallando otras opciones y el siglo que se inauguraba era muy buen caldo de
cultivo para que no fuera de otro modo. Los bajos fondos, los diálogos ácidos, los
matices de la paleta que unas veces parecerían cuentos del arrabal Borgiano y
otras contendrían el refrescante y antivictoriano descaro sexual de Henri
Miller o de Bukowski; iban a deleitar por décadas al novelista y al lector. Una
nueva mina argumental de lirismo sórdido: mujeres fatales que hipnotizan a sus
amados para convertirlos en asesinos, historias de adictos, asesinos
ocasionales, personajes morbosos, misóginos, traficantes, humor negro,
fatalidad ciega, idealización del suicidio, reciclaje de la necrofilia de los
poetas malditos, bestsellers de la pedofilia y el asesinato en serie.
Hasta el éxito reciente de los mejor vendidos que ahora se ofrecen en los
supermercados es un descendiente directo de la ecuación arte igual crudeza: se
compran muy bien las historias de mujeres que piden ser sodomizadas por
profesionales del sadismo. La ruptura con la novela clásica casi podría
equivaler, en la nueva ecuación estética, a novela negra. Y los subgéneros
gestados en los últimos cien años casi que podrían tacharse de géneros epífitos
del color de la oscuridad: novelas de fantasmas, de terror, de muertos
vivientes; novelas nadaistas, existencialistas, sartrianas. Ni el mismo Batman
por aristocrático que sea parece tan distinto del guasón, del mafioso
newyorkino ni de otros prototipos góticos de Hollywood.
No se puede, si se estudia el tema, dejar de sentir
admiración por toda la riqueza estética que surge de la exploración de todo lo
que sea humano. Para eso está también el arte. Si la psicología profunda descubría
con Sigmund Freud los bajos fondos del inconsciente, el surrealismo y la novela
negra tenían derecho a excavar en las madrigueras del infierno. Así lo
hicieron. Así aportaron. Así seguirán caracterizando e indagando acerca del
misterio de este animal pseudoracional que somos, no solamente el arte y la
literatura, sino también las ciencias del cerebro y las ciencias sociales. Nos
hemos divertido, sin duda, y muchísimo, descubriendo que el comportamiento
errático y el nihilismo son respuestas posibles ante el enigma de existir.
En la edad media el arte occidental era un subsidiario de la religión y eso lo
esclavizó hasta convertirlo en un propagandista moral. Hay que celebrar que la
modernidad haya sido antropocéntrica, que la inquietud del arte haya dejado de
estar monopolizada por dogmas. No hay por qué despreciar al escritor
maldito, al que tomó como fe personal que vivir es una tragedia y que el
fracaso es una característica inherente de todo aquel que haya nacido. Es
opción de muchos artistas y tradición desde Esquilo definir el arte
como un antídoto inútil en todo caso contra el fardo de la vida y al poeta como
un héroe estilo Rimbaud que asume la limitación, la mortalidad, la compulsión
como una estética. Grandes novelas se inspiran en personajes decadentes, en
artistas poseídos por su propia locura, en condenados por la injusticia social,
en seres que sufren hasta el paroxismo. El lenguaje tosco,el regodeo con el
pesimismo, la reivindicación del lenguaje violento, la descripción escueta de
lo sexual; no tienen por qué estar prohibidos en un texto para que este pueda
considerarse literario. Todo lo contrario, la novela es el templo de la
inclusividad, todo cabe en ella. El arte es la geografía delo plural. Eso no se
niega.
Pero el problema de un movimiento, una escuela, una
tendencia, una moda; no es que no contribuya a su modo. Lo peligroso es que
se vuelva canon. Cuando se dice que “todo” cabe en el arte no hay por qué excluir,
precisamente, cualquier cosa que se salga del “buen gusto” nihilista. Y esto se
lee si se tiene perspicacia para descifrar mensajes ocultos, lenguaje no
verbal, en los ámbitos culturales, en las tertulias de intelectuales, en el tono
con el que hablan los que escriben o los que se sienten muy “cultos”, en los
criterios que siguen, sin ser muy conscientes de ello, los jurados de los concursos
literarios. Es fácil olfatear un mensaje tácito que dice así: no eres inteligente,
no eres crítico y no haces arte si no compartes la estética de la oscuridad.
Desde ese estrado, los jueces de lo inteligente dictaminan lo que se
cataloga o no como “buena literatura”. El premio nobel rara vez se ha dado a
escritores que resalten de alguna manera las posibilidades trascendentes de la
vida. El galardón ha sido dado rara vez a la literatura de tonalidad “blanca”,
como si solamente cuando se trata del género juvenil e infantil una cosmovisión
trascendente tuviera cabida: Rabindranath Tagore en 1913, Rudyard Kipling
en 1907, Gabriela Mistral en 1945, Hermann Hesse en 1946, Pablo Neruda en 1971.
Ninguno de estos escritores dejó de expresar que sufre, que hay zonas oscuras.
Pero fueron afirmativos en vez de quejumbrosos, positivos en vez de
displicentes, creyeron en vez de desistir y no inculcaron la idea de que el
tono depresivo era sinónimo de lucidez estética. Sin embargo, la academia sueca
no parece haberse caracterizado por resaltar a los que optan por cantarle a la
vida. ¿O es que eso es imposible por fuera de la poesía, por fuera de la
alegría de la infancia y la confianza de la juventud temprana? ¿Es imposible la
novela blanca para públicos adultos?
Los estudiantes de literatura procuran con todas sus
fuerzas adolescentes morir temprano como Rimbaud, ser alcohólicos como
Bukowski, tener problemas mentales como Poe, contraer sífilis como Nietzche,
para obtener el diploma de artistas inteligentes. En teatro se prefiere a
Samuel Beckett, en ensayo a Bertrand Russell, en denuncia política a Herta
Muller. Lo orwelliano sirve como lupa exclusiva para observar la sociedad y
justificar la paranoia conspiracionista. Los que desean brindarle un respiro de
alivio al lector parecen condenados al gesto displicente. Si hay un guiño
romántico, algún ademán bucólico, cierto coqueteo con la belleza del entorno
natural, una obra puede ser clasificada como “subgénero”, es decir, de segunda.
En una tertulia es más fácil encontrarse con el que se deja seducir de la
invitación al suicidio de algún texto de Sábato, que con el que goza de
pasajes delicados y argumentos bajos en adrenalina. Los editores se sienten
inseguros de ofrecer otras opciones a los lectores para no bajar de
“status”. Si los personajes del texto no sufren interiormente de principio a
fin, si encuentran una salida para sus problemas, suenan las alarmas: ¡la
felicidad, la armonía, la esperanza, no pueden ni deben definir la percepción
estética de la vida! Escándalo: la novela está enferma, el autor es un ingenuo,
el final parece “feliz”. Y entonces se busca alguna etiqueta para denigrar el
producto de semejante aberración: “literatura nueva era”, “mamertismo
espiritual”. La obra se cataloga, ya no para la sección de literatura de la
librería, sino para el anaquel de “crecimiento personal”, “autoayuda”, “interés
general” y otras veleidades comerciales, como si solamente existieran dos
cajones en el escritorio del crítico : el del genial pesimismo y el de la
idiotez superficial. Como si todo lo que no opaque es plomo. Como si no hubiera
matices entre Paulo Coelho en el extremo del comercialismo espiritual y otros
intentos posibles –los que precisamente no se permite que existan.
La crítica literaria en Colombia ha pensado poco en
otras opciones, cuando ha desenvainado la espada contra las obsesiones
nacionales y las buenas ventas que opacan la buena literatura. Con justicia se
ha advertido que hay otras ventanas para mirar el mundo que no sean las del
relato de secuestrados, la novelita de las niñas siliconadas, el thriller
diseñado para adolescentes ansiosos de un gesto de asco hacia el mundo, la
idealización del capo disfrazada de biografía. Pero tampoco se ha avanzado más
allá de la figura del escritor como un comentarista político que en vez de
crónica escribe ficción novelada con indirectas ideológicas. ¿No hay otra forma
de tener algo que contar que no sea la de no velarlas vidas de los desplazados,
los oprimidos por la violencia política, los guerrilleros y los paramilitares?
El compromiso del artista con la sociedad puede ser algo más que opinión
novelada acerca del conflicto por el poder. Hay que felicitar a Laura Restrepo,
a Hector Abad. Pero también hay frente al caballete del pintor asuntos
ecológicos, cotidianidades, poesías a las que la imaginación ha
dejado de aspirar. En Portugal tenemos a Peixoto, por ejemplo: su novelística
descubrió que se puede narrar en cámara lenta y que toda la belleza de lo
cotidiano surge de ello. Y refrescan también el ambiente Tomás Gonzalez, que a
veces se atreve a vislumbrar el amor y la serenidad zen. El animal
pseudoracional que ha venido siendo el ser humano también ha demostrado ser la
promesa de un ángel, la esperanza de un iluminado, la paz de un monje, el
disfrute de un instante que parece eterno, la confianza en que lo eterno, a
pesar de la herencia de los trágicos griegos, también habita en el alma humana.
Se desconoce la poesía de Rumi, la épica del Mahabharatha y el Ramayana. Así
como el cine de orientación familiar que producen en Bombay se vende mucho
menos en occidente que la película de acción Hoolywoodense –sin duda es un poco
meloso pero no por ello deja de ser interesante : por lo menos presenta
personajes nobles que se vinculan con amor -, asimismo los que intentan
proponer novelas blancas pueden temer el descrédito. ¿Qué más puede pasar
cuando se delata y contradice un canon estético?
Pero no será fácil dar el paso. La historia del arte
es el autoretrato de la historia de la humanidad y el último siglo bien
puede comprenderse con el reflejo un tanto nauseabundo de la tecnificación
bélica y el oprobio fundamentalista de unos y otros bandos que ahora es tan
fácil contemplar en directo vía satélite y online con fotos recién subidas a la
red. ¿Cómo no iba a dominar el espectro la literatura oscura? Y sin embargo hay
que mover el péndulo hacia el otro lado para evitar el estancamiento. Por
milenios ha existido la literatura como canto a la vida. La mujer, con mayor
probabilidad que el hombre, sabrá volver a gestar en las tierras de la
novela un nuevo tono que nos levante el ánimo, una espiritualidad afirmativa
que supere el panfleto comercial de Paulo Coelho pero reivindique sin embargo
la intención de rescatar al lector de la moda gótica, del desaliño de las
tribus urbanas. Se necesitan mujeres que prueben que el futuro del superhombre
será tener útero y amar la vida por encima de todas las cosas. En su búsqueda
de identidad los jóvenes lectores se merecen algo más que escoger entre formar
parte de los darks, los emos, los skin heads,los frikis y los heavies. Falta
una novela que entusiasme pero cualifique aun más las buenas intenciones y lo
positivamente rebelde de los hippies, los Hipsters, los Indies y los Grunges.
Falta la novela que muestre que en Colombia y en el mundo se puede hacer
algo más que chocar contra una pared de indiferencia y desánimo, con la ira y
la rabia de personajes que se rebelan ante el mundo pero no saben que más hacer
sino convertirse en genocidas de los clientes de un restaurante Bogotano.
Lo institucional mata, prohíbe lo que se le opone,
avergüenza para prevenir que se le contradiga. Y esto ha pasado con el
acartonamiento del arte oscuro. Las fantasías de Tolkien, el valor de lo
mitológico y lo arquetípico, la diversión de Harry Potter, no pueden ser
tomadas en serio por los intelectuales que tienen el poder para definir lo que
es arte y lo que es basura. Nada que surja de escritores que no partan de una
plataforma política aceptada por el gremio puede ser valioso: así piensan. O
argumentan que no se puede dar algún valor en la historia de la literatura a
los primeros pinitos que se intentan plantar cuando se sale del molde, así sea
a ciegas, con obras que aspiran a ser blancas.
¿No va a poder la literatura vislumbrar horizontes
mejores? ¿La literatura de anticipación únicamente es capaz de divertirse
con futuros distópicos? ¿En el siglo XXII no habrá más que Zombies en Colombia?
¿No habrá aldeas ecosostenibles y regiones liberadas del imperialismo
globalizado? ¿Solamente surgirán propuestas literarias luminosas cuando el
panorama nacional y mundial se vea más despejado? Al héroe nadaista se le
puede oponer otro tipo de ideal inteligente que quiera personificar al
ciudadano culto: el de la mujer y el hombre que tiene esperanzas fundadas,
que sin ingenuidad pero con amor abre su corazón. ¿Puede a veces la novela
anunciar un camino que todavía no representan los medios de comunicación,
centrados en el amarillismo, en la venta de una realidad que se compra porque
el miedo, el horror y la crueldad consiguen más seguidores que los que quieren
amar lo posible, agradecer lo existente, fundar una espiritualidad afirmativa
que bendiga la vida sobre la tierra?
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