Por Incómodo Sócrates
Hoy escribo indignado. Hay que leer
libros acerca del valor de los libros para evitar pecados contra el patrimonio
cultural en Colombia. Hace pocas semanas la inquisición de la ignorancia
condenó por brujería en el valle de Zaquencipá a un impreciso e inestimable
cargamento de herejes, porque “estorbaban” en una biblioteca municipal y
estaban “viejos”, “desactualizados” y “sucios”. Con ese criterio bien podría la
biblioteca Luis Angel Arango de Bogotá deshacerse del 90% de sus posesiones
para avivar chimeneas, como si no existieran criterios históricos para
conservar ejemplares, ni hubiese personas expertas en restauración de
materiales afectados por el paso del tiempo. Mis amigos de papel siempre han
sido víctimas de malas bodegas, personas incultas y bajos presupuestos. El
dueño de un negocio local ha venido recibiendo libros “para ofrecer al público”, de una campaña que, bienintencionadamente, tampoco sabe qué hacer con
libros de propiedad pública. Y , fiel a sus impulsos de artesano amateur, nuestro
comerciante decidió echarles pegante por dentro y por fuera a lo que le
parecieron unos raros e inútiles tomos de historia de Colombia, hasta
convertirlos en una especie de ladrillos, para hacer una escultura que exhibe
como producto de su ingenio. Las universidades se resisten a recibir donaciones
de libros, me dijo un colega hace poco. Es para pensarlo.
Una nueva hoguera está allí,
esperando que el analfabetismo cultural del siglo XXI lance a su extinción
ejemplares de gran valor, en una sociedad que rinde cada vez más culto a los
dispositivos electrónicos y el archivo de información en la nube. La
inteligencias artificiales ya saben tomar esa información y recrearla sin
mediación de una mente humana (autoconciente, socialmente responsable,
cultivada en la crítica), para producir ensayos y resúmenes bien redactados.
¿Para qué entonces los libros? Como si no existiera la lectura lenta, la
digestión despaciosa y la reflexión pausada, -que dio origen a la ciencia y la
filosofía, la poesía y la novela, el estilo y el carácter de los textos y de
sus geniales autores-, ya son mucho más exóticos que antes los lectores y los
bibliófilos, los coleccionistas y los buenos libreros, en un país como Colombia;
que tiene uno de los índices más vergonzosos de lectura per capita, aunque
tenga una de las mejores ferias internacionales del libro. Desapareció la
consulta paciente, los ficheros, la amistad con la colaboradora bibliotecaria, el
darse tiempo para valorar una buena edición, soportar su peso en la mano, apreciar
una elegante ilustración a todo color o en blanco y negro. Habría que hacer
talleres para reaprender a oler un papel impreso, y pasar la página sedosa,
tipo biblia, con tacto delicado, para no dañarla. La eficiencia nos ganó. ¿Qué
saldrá de este afán, de esta necesidad de obtener productos sin dedicarle
tiempo a los procesos, de esta nueva religión de la prisa? Los computadores
portátiles y las tabletas ya ceden paso a las livianísimas láminas digitales,
que se doblarán como un pañuelo en el bolsillo, y la conectividad con gafas y
lentes de contacto traerán la fusión cerebro-internet, que nos harán caminar al
mismo tiempo por una calle y por una realidad virtual que se le sobrepondrá en
un mismo acto robótico, consumista, perceptivo y visual. Se sabe que los niños
que usaron demasiado tabletas electrónicas se vuelven hipersensibles, no saben
conectarse emocionalmente, y padecen de una especie de síndrome de Asperger.
Está bien. No seamos románticos. No
todo tiempo pasado fue mejor. Pero no por eso todo tiempo futuro será mejor. El libro electrónico, que no es lo mismo que
una tableta, es muy útil, aunque no se
haya generalizado su uso. Es toda una biblioteca ambulante, de bajo costo, y no
afecta la retina. Pero por algo en los países bajos los colegios volvieron a
prescribir los textos impresos. La inteligencia emocional, ética, intrapersonal
e interpersonal, la habilidad para ser empáticos y reconocer a los demás como
personas peligra con el imperialismo tecnoinformático. La relación con el libro
como objeto físico es más afectiva, más sensorial, más totémica. La lectura es
un ritual de encuentro con una conciencia del pasado, con un autor, con un
narrador, con un ser humano que por ser escritor creyó morir un poco menos, que
vivió con la esperanza de dejar un legado. La historia del libro debería
enseñarse, para que el amor al conocimiento y a la herencia de nuestros
antecesores tenga un cuerpo que pueda abrazarse. Hagamos una biblioteca
personal, leamos un libro al mes, acariciemos un lomo bien encuadernado,
abramos los secretos de la polilla y admiremos la foto del matrimonio del
abuelo que se cae al hojear ese libro guardado, gocemos de prestar y pedir
prestado un libro a un amigo, escribámosle una oda a la naftalina. Una
biblioteca no es una librería, y su éxito no se mide por el número de
visitantes. La antigüedad no vuelve viejo un libro, sino que le aporta valor.
Dime cuántos y quienes han quemado libros, y me habrás contado la historia de
los infames, los tiranos y los imbéciles. Leamos por lo menos El Infinito en un
Junco, de, Irene vallejo, y Una Historia
de la Lectura, de Alberto Manguel. Quizá sea una buena vacuna contra funcionarios
públicos y privados que crean que modernizar su trabajo consiste en llamar al camión de la basura y a los recicladores de
papel, saltándose por encima la veeduría ciudadana sobre lo que constituye
nuestro patrimonio escrito. Quizás tu hijo, sobrino o nieto lea esto y ya no
mire con desprecio en un futuro esa pared llena de afectos que le dejaste tras
tanto tiempo entrando a librerías, seleccionando las influencias que querías
recibir, y las conversaciones con los genios del pasado que sostuviste en tu
poltrona.
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