Por
Fernando Baena Vejarano
Soy biciclósofo
desde mucho antes que se construyeran las ciclorutas de Bogotá y de que las
avenidas impersonales y multicarriles de las megalópolis atestadas de
inhumanidad sintieran vergüenza de sí mismas. En ese entonces hablar de
transporte libre de emisiones de carbono era visto como una irreverencia que,
sumada a mi barba filosófica, -hirsuta y
contaminada por el dióxido de carbono eructado por los buses municipales tras
los que yo metía mis narices- daba un toque final a mi perfil de idealista sin
remedio. Nada que ver con la afición al tour de Francia. Ni con un padre que me
hubiese inculcado amor al deporte. Yo insistí en mi obsesión por las magias bi-rodantes
porque Casiopea era mi novia. Primero por conquistarla simulando empatías,
luego con convicción fanática, terminé de corazón comprendiendo de Casiopea qué
es lo que de verdad tiene sentido.
Fue un asunto de tipo
iniciático. Yo era apenas un virginal adolescente. Ella se me ofreció. Yo la
montaba con entusiasmo. Me subía en su lomo,
alineando bien mi axis a su columna llena de curvas, y juntos surcábamos la tristeza por la
decadencia de occidente convencidos -junto con Oswald Spengler- de que las
limusinas, los gases de efecto invernadero, los motores a gasolina, las bestias
de ACPM y todos los monstruos mecánicos que habían desplazado a los peatones,
las carrozas y las elegancias de las ciudades del siglo XIX, -y aunque estas hubiesen
olido a orines y a caca de caballo- eran sin embargo preferibles a la asepsia
contaminada de los apuros automotores, las calles recién barridas y las
congestiones vehiculares.
Como toda experta
amante, Casiopea me dominaba. Yo no me
daba cuenta. Pero mis ojos, al verla, giraban dando vueltas en círculo como los
de un loco, y yo, como poseído, no podía
a su lado no sentarme hipnotizado a tomarle dictado. Así, por horas, cuando nos
uníamos, pelvis con pelvis, abiertas mis
piernas sobre su diligente voluntad, controlaba mis brazos y dirigía mis manos
sonámbulas que sostenían un lápiz, no sin mi complacencia culposa. Me esclavizaba, -obligando a mis piernas a movilizar
con ritmo sus sube y bajas- y me invitaba girófila a recorrer la ciudad
para profetizarme el futuro, treinta años adelante, haciéndome sentir, como si
yo estuviera en el metaverso, la atmósfera que se viviría cuando se hablase de
las mascotas como personas no humanas, se impusiese el estilo de vida lento, los derechos animales estuviesen
en la agenda constitucional, diera pena no confesarse vegano para dar buena
imagen en Tik Tok, y la meditación diaria fuese una costumbre ciudadana como la
de cepillarse los dientes. Pero lo mejor que anunciaba su profecía era que
habría rutas exclusivas para novios como nosotros, quienes circularíamos sin vergüenza haciendo
el amor a la vista pública, usando un
timbre para evitar colisiones contra otros amantes semejantes y mirando a
diestra y siniestra con aire de superioridad moral a grupos cada vez más
minoritarios de conductores de automóviles y motocicletas- restregándoles su
culpabilidad por no haber contribuido con la detención del cambio climático.
Escribimos a cuatro
manos un decálogo de conducta, un
manifiesto de tres páginas, una sustentación epistemo-ciclo-lógica en la que yo
insistí, un idioma mejor que el esperanto para biciclósofos comprometidos, una
letra de canción que le enviamos a Pablo Milanés -para que la volviera popular-
y un guion de cine; todo para posicionar
la biciclosofía como ideología futurista. Agregamos citas bibliográficas de Morris
Berman, Fritjof Capra, Rupert Sheldrake, el Dalai Lama y Allan Watts en las que
se confesaban biciclósofos convencidos.
Ya arropados y juntos
entre sábanas de seda, piel a piel, -tras los atafagos propios de nuestra vida
hormonada, en las noches frías que la
vecindad del cerro Monserrate volvía todavía más heladas-,Casiopea y yo nos entrepiernábamos
en nuestra cama King Size y hablábamos insomnes, a oscuras, mirando pasar
la luna tras una claraboya, acerca de cómo sería un planeta biciclosofizado. Lo
soñábamos así: no habría guerras porque no habría petróleo por el cual competir
a punta de amenazas nucleares. Las garras evolucionarían como ruedas. La
traición humana y la poética redondez de las giroscopias emparejadas
convertiría al Homo Sapiens Sapiens en un simio enternecido, y la solidaridad
internacional superaría en forma definitiva la pobreza y las hambrunas.
Volveríamos al valor de lo local porque cruzar larguísimas distancias sería
imposible, despreciable e innecesario para las sabias mayorías. Ya con mayor
lentitud al desplazarnos -transformados por el redescubrimiento de los paisajes-
dejaríamos de añorar la felicidad ilusoria que la industria turística había
vendido mediante contaminantes viajes aéreos intercontinentales, Y las megaciudades
se hundirían en sus propias ruinas. Cada vez pedalear sería más liviano porque
el aluminio y el hierro cederían su brutalidad a la fibra de carbono. Surgirían
mutaciones. Deliciosas bicicletas flotantes como globos aerostáticos con hasta diez
galápagos distribuidos en forma circular hospedarían en alturas estratosféricas
gente reunida para ecoamigables tertulias literarias, congresos internacionales pacifistas, y firmas
de tratados de paz. En las parrillas viajarían menos y menos armas, corruptelas
y misoginias, y más y más libros sobre mística, amor universal y experiencias
psicodélicas. Gracias a telescopios satelitales avanzadísimos se descubriría
que tras una galaxia con forma de monareta había estado espiándonos Dios mismo,
ese gran genio del rodamiento y el equilibrio; origen trascendente de la
dialéctica taoísta que permite a la rueda delantera ser el yin del yang redondito
y trasero. Médicos descubrirían la
curación del cáncer en los movimientos de frenado y reinicio calculados según
ritmos de respiración pitagóricos.
Una madrugada Casiopea
rompió a llorar. Me conmocioné mucho. De su farola delantera goteaban pepas como de mercurio, pero doradas. Me dijo
que era un mal signo. Le dije que no fuera supersticiosa. Me contestó que no
olvidara nunca nuestra relación porque juntos habíamos canalizado sin saberlo
un mensaje arcangelical: que el planeta estaría por fin complacido con el ser
humano cuando se bajara del orgullo y la soberbia, trascendiera su avidez lujuriosa de consumo y se montara
en la bicicleta. Me recomendó que tuviese cuidado de enamorarme de computadoras
caseras, inteligencias algorítmicas y cajitas de bolsillo con pantallitas
hiperconectadas; porque todo eso era parte de un pérfido plan para seducir al
ser humano con impotencias de juguete para distraerlo de la inminencia de la muerte
y no permitirle enfocarse en el imperioso juego divino, lo único esencial, el
rodamiento del amor.
No le hice caso. Hice
negación. Me dije que su sabiduría estaría viva conmigo eternamente. Y en
cierto modo tuve razón. Pero ese mismo día por la tarde la dejé parqueada a la
entrada de un famoso mega almacen, -Sears se llamaba- muy bien encadenada en
una reja, y al pie de la portería sur. No sabía que miraba por última vez los
rayos de luz que se despedían del centro de sus piernas. Se la recomendé al
portero, quien me juró que me la cuidaría por una hora como si fuera su propia
hija. Cuando volví estaba de turno otro vigilante, un vil cómplice del robo de
mi amada. Nunca volví a verla. Nunca traicioné su recuerdo. Tuve otras y más
finas, con cajas de cambios menos duras, con rines más resistentes, pero nunca
una como ella. Siempre seré su discípulo y su ferviente promotor de
biciclosofías.
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