martes, 23 de abril de 2024

Mi amante Casiopea.

 



Por Fernando Baena Vejarano

 

Soy biciclósofo desde mucho antes que se construyeran las ciclorutas de Bogotá y de que las avenidas impersonales y multicarriles de las megalópolis atestadas de inhumanidad sintieran vergüenza de sí mismas. En ese entonces hablar de transporte libre de emisiones de carbono era visto como una irreverencia que, sumada a mi barba filosófica, -hirsuta  y contaminada por el dióxido de carbono eructado por los buses municipales tras los que yo metía mis narices- daba un toque final a mi perfil de idealista sin remedio. Nada que ver con la afición al tour de Francia. Ni con un padre que me hubiese inculcado amor al deporte. Yo insistí en mi obsesión por las magias bi-rodantes porque Casiopea era mi novia. Primero por conquistarla simulando empatías, luego con convicción fanática, terminé de corazón comprendiendo de Casiopea qué es lo que de verdad tiene sentido.

Fue un asunto de tipo iniciático. Yo era apenas un virginal adolescente. Ella se me ofreció. Yo la montaba con entusiasmo. Me subía en su lomo,  alineando bien mi axis a su columna llena de curvas,  y juntos surcábamos la tristeza por la decadencia de occidente convencidos -junto con Oswald Spengler- de que las limusinas, los gases de efecto invernadero, los motores a gasolina, las bestias de ACPM y todos los monstruos mecánicos que habían desplazado a los peatones, las carrozas y las elegancias de las ciudades del siglo XIX, -y aunque estas hubiesen olido a orines y a caca de caballo- eran sin embargo preferibles a la asepsia contaminada de los apuros automotores, las calles recién barridas y las congestiones vehiculares.

Como toda experta amante,  Casiopea me dominaba. Yo no me daba cuenta. Pero mis ojos, al verla, giraban dando vueltas en círculo como los de un loco,  y yo, como poseído, no podía a su lado no sentarme hipnotizado a tomarle dictado. Así, por horas, cuando nos uníamos, pelvis con pelvis,  abiertas mis piernas sobre su diligente voluntad, controlaba mis brazos y dirigía mis manos sonámbulas que sostenían un lápiz, no sin mi complacencia culposa.   Me esclavizaba, -obligando a mis piernas a movilizar con ritmo sus sube y bajas- y me invitaba girófila a recorrer la ciudad para profetizarme el futuro, treinta años adelante, haciéndome sentir, como si yo estuviera en el metaverso, la atmósfera que se viviría cuando se hablase de las mascotas como personas no humanas, se impusiese el estilo de  vida lento, los derechos animales estuviesen en la agenda constitucional, diera pena no confesarse vegano para dar buena imagen en Tik Tok, y la meditación diaria fuese una costumbre ciudadana como la de cepillarse los dientes. Pero lo mejor que anunciaba su profecía era que habría rutas exclusivas para novios como nosotros,  quienes circularíamos sin vergüenza haciendo el amor a la vista pública,  usando un timbre para evitar colisiones contra otros amantes semejantes y mirando a diestra y siniestra con aire de superioridad moral a grupos cada vez más minoritarios de conductores de automóviles y motocicletas- restregándoles su culpabilidad por no haber contribuido con la detención del cambio climático.

Escribimos a cuatro manos un decálogo de conducta,  un manifiesto de tres páginas, una sustentación epistemo-ciclo-lógica en la que yo insistí, un idioma mejor que el esperanto para biciclósofos comprometidos, una letra de canción que le enviamos a Pablo Milanés -para que la volviera popular- y un guion de cine;  todo para posicionar la biciclosofía como ideología futurista. Agregamos citas bibliográficas de Morris Berman, Fritjof Capra, Rupert Sheldrake, el Dalai Lama y Allan Watts en las que se confesaban biciclósofos convencidos.

Ya arropados y juntos entre sábanas de seda, piel a piel, -tras los atafagos propios de nuestra vida hormonada,  en las noches frías que la vecindad del cerro Monserrate volvía todavía más heladas-,Casiopea y yo nos entrepiernábamos en nuestra cama King Size y hablábamos insomnes, a oscuras, mirando pasar la luna tras una claraboya, acerca de cómo sería un planeta biciclosofizado. Lo soñábamos así: no habría guerras porque no habría petróleo por el cual competir a punta de amenazas nucleares. Las garras evolucionarían como ruedas. La traición humana y la poética redondez de las giroscopias emparejadas convertiría al Homo Sapiens Sapiens en  un simio enternecido, y la solidaridad internacional superaría en forma definitiva la pobreza y las hambrunas. Volveríamos al valor de lo local porque cruzar larguísimas distancias sería imposible, despreciable e innecesario para las sabias mayorías. Ya con mayor lentitud al desplazarnos -transformados por el redescubrimiento de los paisajes- dejaríamos de añorar la felicidad ilusoria que la industria turística había vendido mediante contaminantes viajes aéreos intercontinentales, Y las megaciudades se hundirían en sus propias ruinas. Cada vez pedalear sería más liviano porque el aluminio y el hierro cederían su brutalidad a la fibra de carbono. Surgirían mutaciones. Deliciosas bicicletas flotantes como globos aerostáticos con hasta diez galápagos distribuidos en forma circular hospedarían en alturas estratosféricas gente reunida para ecoamigables tertulias literarias,  congresos internacionales pacifistas, y firmas de tratados de paz. En las parrillas viajarían menos y menos armas, corruptelas y misoginias, y más y más libros sobre mística, amor universal y experiencias psicodélicas. Gracias a telescopios satelitales avanzadísimos se descubriría que tras una galaxia con forma de monareta había estado espiándonos Dios mismo, ese gran genio del rodamiento y el equilibrio; origen trascendente de la dialéctica taoísta que permite a la rueda delantera ser el yin del yang redondito y  trasero. Médicos descubrirían la curación del cáncer en los movimientos de frenado y reinicio calculados según ritmos de respiración pitagóricos.

Una madrugada Casiopea rompió a llorar. Me conmocioné mucho. De su farola delantera goteaban  pepas como de mercurio, pero doradas. Me dijo que era un mal signo. Le dije que no fuera supersticiosa. Me contestó que no olvidara nunca nuestra relación porque juntos habíamos canalizado sin saberlo un mensaje arcangelical: que el planeta estaría por fin complacido con el ser humano cuando se bajara del orgullo y la soberbia, trascendiera  su avidez lujuriosa de consumo y se montara en la bicicleta. Me recomendó que tuviese cuidado de enamorarme de computadoras caseras, inteligencias algorítmicas y cajitas de bolsillo con pantallitas hiperconectadas; porque todo eso era parte de un pérfido plan para seducir al ser humano con impotencias de juguete para distraerlo de la inminencia de la muerte y no permitirle enfocarse en el imperioso juego divino, lo único esencial, el rodamiento del amor.

No le hice caso. Hice negación. Me dije que su sabiduría estaría viva conmigo eternamente. Y en cierto modo tuve razón. Pero ese mismo día por la tarde la dejé parqueada a la entrada de un famoso mega almacen, -Sears se llamaba- muy bien encadenada en una reja, y al pie de la portería sur. No sabía que miraba por última vez los rayos de luz que se despedían del centro de sus piernas. Se la recomendé al portero, quien me juró que me la cuidaría por una hora como si fuera su propia hija. Cuando volví estaba de turno otro vigilante, un vil cómplice del robo de mi amada. Nunca volví a verla. Nunca traicioné su recuerdo. Tuve otras y más finas, con cajas de cambios menos duras, con rines más resistentes, pero nunca una como ella. Siempre seré su discípulo y su ferviente promotor de biciclosofías.

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