Por Fernando Baena Vejarano
Desde chico me pareció ridículo el plan de
subirme en un automóvil familiar, bajarme a comer almojábanas, sacar una foto
de alguna iglesia principal y volver a enlatarme por varias horas en esa
vitrina rodante de regreso a Bogotá. Mis padres me prometían que íbamos a
“conocer”. Como si “conocer” algo fuera “pasar” por algún lado. O convertir los
vidrios panorámicos del automóvil en recuadros de un paisaje. O sacar decenas
de fotos, en vez de estar presente, contemplando y disfrutando el entorno en
vez de intentar retenerlo visualmente.
Redefinamos “turismo”. Dicen que no hay nada
más práctico que una buena teoría. O una seria reflexión. Turismo no es pasar
por ahí, a las carreras, computando el número de lugares visitados por días
recorridos para sacar un buen promedio de dinero gastado por número de días de
“felicidad” per cápita. Que el economista no nos imponga ese concepto. Si
por turismo entendemos “conocer”, comencemos por entender que ese verbo
significa mucho más que desplazarse a otro lugar. Algo mejor que comer bien, ser atendido como
un rey, dormir bien y ducharse. Sobrevivir confortablemente es solo el
principio de una buena experiencia turística. Tampoco es el criterio de un buen
servicio conseguir Wifi para no dignarse sentir la proximidad de personas y
lugares sino seguir absorto en escándalos digitales y tik toks de mal
gusto.
A todos nos gusta movernos de nuestro
territorio habitual: es una especie de tendencia al desarraigo. Como si
siguiéramos siendo nómadas. Cultura viene de cultivo. Algo bueno trajo
quedarnos por primera vez, en la historia, arraigados, sembrando. Pero antes de
asentarnos en las riberas de los ríos fértiles volábamos ligeros de equipaje con
la libertad de cazadores recolectores, entretenidos en persecuciones y peligros.
Ese anhelo de aventura, muy humano, ha moldeado nuestro cerebro desde que
salimos de la categoría de simples primates para entrar en la de civilizados
autoconcientes- capaces de depredar el planeta entero. Comprendamos entonces que
la rutina aburre y que el sedentarismo es relativamente insoportable desde
cierto momento en adelante, y dependiendo -a veces mucho- de la tradición de
quietud o movimiento de nuestros padres, ancestros y etnias. En el abanico
nomádico para resolver esa angustiosa necesidad de moverse hay desde personas y
familias que necesitan "conocerlo" todo con la precipitación de una
nube de langostas devastando campos sembrados, hasta quienes prefieren rumiar
su experiencia a ritmo más lento antes de plantar su bandera gastronómica , que
es lo que hacemos como “conquistadores” cuando posteamos nuestro recorrido en las
redes sociales.
El ser
humano ha sido nómada por muchos más años que los que lleva asentado. Esa
tendencia lo llevó a poblar el planeta, merodeando aquí y allá , buscando
nuevos recursos. Pero ahora lo hace por placer. Sin embargo, la actividad de
aventurar está plagada de sombras. Hay que redefinirla. Nada sería más
práctico. El turismo depredador es el mayoritario. Pero ahora urge ofrecer espacios
que le ofrezcan al viajero su propia libertad, su propio ocio para sembrar
silencio y contactar su mundo interior. Algo que le aporte a su vida
profundidad, reflexión y sentido. Que lo ayude a conocerse a sí mismo, sin
filas para cada diversión estandarizada y cotizada en el mercado de la “felicidad”. ¿Es mucho soñar?
¿Ahora pasaremos las vacaciones en el metaverso? Somos millones. Las ciudades
ahogan. Huyen millones de esas cárceles cada vez que abren puertas. Y antiguos remansos
de paz como Villa de Leyva se van convirtiendo -sobre todo en puentes festivos- en tornados
demográficos de gula, compra lujuriosa de experiencias adrenalínicas y consumo afanoso de alegrías efímeras. Estoy
seguro que podemos ofrecerle a los visitantes espacios experienciales que dejen
dinero en la región además de ofrecer la calidad que en realidad, aunque
inconcientemente, todos vienen buscando.
Ese turismo que se llama a sí mismo industria
es el que como toda industria sin conciencia ecológica, arrasa. No define el
derecho a la satisfacción de la necesidad humana de verdadera aventura. No
recibe al visitante con ternura. No lo cuida. Convierte el tiempo en cenizas en
vez de moldearlo en oportunidad de lentitudes y encuentros de almas. Indica un
decaimiento agónico, muestra un hedonismo decadente que deja indigestión física
y mental. Hasta hay un síndrome de estrés post-vacacional. El siglo XXI no da
tregua. La tribu urbana, sedienta de felicidad, corre a las zonas rurales y a
los pueblos coloniales para soltar la carga de la prisa; y la oferta turística
de los pueblos, en vez de repensarse, alimenta esa prisa saturándola de
ofertas.
Pensemos en otra cosa. Pensemos en
alojamientos en casas campesinas, con familias campesinas. O en premios a la lentitud, o en elogios de
la vida lenta. Hagamos morir la costumbre del guía turístico que recita como
loro información que nadie escucha, y transformémoslo en un amigo que sonríe
sinceramente, acompaña y cuida. Hagamos talleres de sensibilización visual para
turistas, que les permitan concluir que sacar la foto con el celular jamás
reemplazara la experiencia de sentarse en una plaza a escuchar los argumentos
de las aves posándose en sus nidos.
Que el dinero no sea el objetivo del turismo,
sino la felicidad del visitante. No imitemos la lógica del asesino de la
gallina de los huevos de oro. Nuestro patrimonio rural es vivir con otro ritmo,
el de la mecedora, el de la hamaca, el de la huerta, el de la caminata
avistando aves, el de la sincera sonrisa de quien hospeda no porque fija su
mirada en la billetera del caminante, sino porque recibe con alegría a quien
viene buscando, no otro centro comercial, sino, por fin, en su vida, o tras un
año de tensiones, o tras una vida de esfuerzo, un oasis, un paréntesis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario