martes, 23 de abril de 2024

Un turismo que te cuide, no que esculque tu billetera

 



Por Fernando Baena Vejarano

 

Desde chico me pareció ridículo el plan de subirme en un automóvil familiar, bajarme a comer almojábanas, sacar una foto de alguna iglesia principal y volver a enlatarme por varias horas en esa vitrina rodante de regreso a Bogotá. Mis padres me prometían que íbamos a “conocer”. Como si “conocer” algo fuera “pasar” por algún lado. O convertir los vidrios panorámicos del automóvil en recuadros de un paisaje. O sacar decenas de fotos, en vez de estar presente, contemplando y disfrutando el entorno en vez de intentar retenerlo visualmente.

Redefinamos “turismo”. Dicen que no hay nada más práctico que una buena teoría. O una seria reflexión. Turismo no es pasar por ahí, a las carreras, computando el número de lugares visitados por días recorridos para sacar un buen promedio de dinero gastado por número de días de “felicidad” per cápita. Que el economista no nos imponga ese concepto. Si por turismo entendemos “conocer”, comencemos por entender que ese verbo significa mucho más que desplazarse a otro lugar.  Algo mejor que comer bien, ser atendido como un rey, dormir bien y ducharse. Sobrevivir confortablemente es solo el principio de una buena experiencia turística. Tampoco es el criterio de un buen servicio conseguir Wifi para no dignarse sentir la proximidad de personas y lugares sino seguir absorto en escándalos digitales y tik toks de mal gusto.

A todos nos gusta movernos de nuestro territorio habitual: es una especie de tendencia al desarraigo. Como si siguiéramos siendo nómadas. Cultura viene de cultivo. Algo bueno trajo quedarnos por primera vez, en la historia, arraigados, sembrando. Pero antes de asentarnos en las riberas de los ríos fértiles volábamos ligeros de equipaje con la libertad de cazadores recolectores, entretenidos en persecuciones y peligros. Ese anhelo de aventura, muy humano, ha moldeado nuestro cerebro desde que salimos de la categoría de simples primates para entrar en la de civilizados autoconcientes- capaces de depredar el planeta entero. Comprendamos entonces que la rutina aburre y que el sedentarismo es relativamente insoportable desde cierto momento en adelante, y dependiendo -a veces mucho- de la tradición de quietud o movimiento de nuestros padres, ancestros y etnias. En el abanico nomádico para resolver esa angustiosa necesidad de moverse hay desde personas y familias que necesitan "conocerlo" todo con la precipitación de una nube de langostas devastando campos sembrados, hasta quienes prefieren rumiar su experiencia a ritmo más lento antes de plantar su bandera gastronómica , que es lo que hacemos como “conquistadores” cuando posteamos nuestro recorrido en las redes sociales.

 El ser humano ha sido nómada por muchos más años que los que lleva asentado. Esa tendencia lo llevó a poblar el planeta, merodeando aquí y allá , buscando nuevos recursos. Pero ahora lo hace por placer. Sin embargo, la actividad de aventurar está plagada de sombras. Hay que redefinirla. Nada sería más práctico. El turismo depredador es el mayoritario. Pero ahora urge ofrecer espacios que le ofrezcan al viajero su propia libertad, su propio ocio para sembrar silencio y contactar su mundo interior. Algo que le aporte a su vida profundidad, reflexión y sentido. Que lo ayude a conocerse a sí mismo, sin filas para cada diversión estandarizada y cotizada en el  mercado de la “felicidad”. ¿Es mucho soñar? ¿Ahora pasaremos las vacaciones en el metaverso? Somos millones. Las ciudades ahogan. Huyen millones de esas cárceles cada vez que abren puertas. Y antiguos remansos de paz como Villa de Leyva se van convirtiendo  -sobre todo en puentes festivos- en tornados demográficos de gula, compra lujuriosa de experiencias adrenalínicas  y consumo afanoso de alegrías efímeras. Estoy seguro que podemos ofrecerle a los visitantes espacios experienciales que dejen dinero en la región además de ofrecer la calidad que en realidad, aunque inconcientemente,  todos vienen buscando.

Ese turismo que se llama a sí mismo industria es el que como toda industria sin conciencia ecológica, arrasa. No define el derecho a la satisfacción de la necesidad humana de verdadera aventura. No recibe al visitante con ternura. No lo cuida. Convierte el tiempo en cenizas en vez de moldearlo en oportunidad de lentitudes y encuentros de almas. Indica un decaimiento agónico, muestra un hedonismo decadente que deja indigestión física y mental. Hasta hay un síndrome de estrés post-vacacional. El siglo XXI no da tregua. La tribu urbana, sedienta de felicidad, corre a las zonas rurales y a los pueblos coloniales para soltar la carga de la prisa; y la oferta turística de los pueblos, en vez de repensarse, alimenta esa prisa saturándola de ofertas.

Pensemos en otra cosa. Pensemos en alojamientos en casas campesinas, con familias campesinas.  O en premios a la lentitud, o en elogios de la vida lenta. Hagamos morir la costumbre del guía turístico que recita como loro información que nadie escucha, y transformémoslo en un amigo que sonríe sinceramente, acompaña y cuida. Hagamos talleres de sensibilización visual para turistas, que les permitan concluir que sacar la foto con el celular jamás reemplazara la experiencia de sentarse en una plaza a escuchar los argumentos de las aves posándose en sus nidos.

Que el dinero no sea el objetivo del turismo, sino la felicidad del visitante. No imitemos la lógica del asesino de la gallina de los huevos de oro. Nuestro patrimonio rural es vivir con otro ritmo, el de la mecedora, el de la hamaca, el de la huerta, el de la caminata avistando aves, el de la sincera sonrisa de quien hospeda no porque fija su mirada en la billetera del caminante, sino porque recibe con alegría a quien viene buscando, no otro centro comercial, sino, por fin, en su vida, o tras un año de tensiones, o tras una vida de esfuerzo, un oasis,  un paréntesis.

 

 

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