Por Fernando Baena Vejarano
Los oficios son rutinas, y hasta
ahora nunca he podido concluir si escribir sea una. Menos aún la de escribir
poesía. No es que pueda evitar
encontrarme con mi teclado a diario -eso ya es compulsivo-, sino que ya para mí
respirar y mediumnizar palabras son la prueba que necesito de que sigo vivo.
Todo poeta quisiera escribir en
piedra. Sin embargo ya ni en papel escribe. Hecho de ceros y unos, el registro
de lo que fuimos en la era de la virtualidad se borrará en muchos menos años
que los que tarda el comején y la polilla en blasfemar de un libro impreso. Imagínense
lo que ocurrirá con los megacomputadores donde se guardan las ruinas audiovisuales
y escritas que ningún arqueólogo del futuro podrá recobrar. Un día se quedarán
sin energía los sótanos en los que millones de microchips resguardan a prueba
de bombas atómicas todas las
transacciones digitales y la información que se acumula a diario.
Mis advenedizos versos ¿Resistirán el
apocalipsis del óxido? Nada es eterno. Escribo, entonces, para el olvido. Cuando
hago un poema suspiro, no de esperanza sino de enojo, porque sé que ese rapto
lingüístico morirá, -ojalá sin embargo unos años más tarde que mi cuerpo. Algún
día no seré leído. Ni premios ni
publicaciones salvan de la hoguera del tiempo las convulsiones del alma. Cuando
al sol se le acabe su combustible quemará la Tierra, y en ella arderán las
líneas escritas por Cervantes, Borges, Neruda y Gabo. Todo moribundo patalea, y
quien escribe lo hace de la manera más bella que puede. Hay amigos y lectores
que sostienen, ojalá, las palabras en las que uno puso las ganas que uno tuvo
de seguir admirándose de todo, y esa es la esperanza que yo avivo cuando narro,
canto, cuento, imagino, exagero, asombro, comparo, alabo, maldigo, profetizo.
Hay algo de chamán y de brujo en un
poeta. También me he puesto a zarandear maracas, a percutir tambores y a
sintonizar los chakras de mis acudientes con mis cuencos tibetanos, y quisiera
tener para ellos hechizos que los curen y sonsonetes que los calmen. No solo
escribo poemas, ensayos, cuentos y novelas. Llevo cuarenta años intentando
escuchar de nuevo un silencio infinito que a veces rozo en la quietud de la
postura de la flor de loto, y no me imagino una plenitud mejor que la de la
sonrisa de buda. He estado absorto al meditar. Y no hay nada mejor. Los budistas
lo llaman absorción. Se flota sin identidad alguna y sin espacio ni tiempo que
estorben; viene una bienaventuranza que ya no te pertenece: más bien perteneces
a ella. Es conciencia pura. Entonces no hay angustia existencial alguna. Y sin
miedo de morir ni ganas de hacer algo de valor mientras llega la muerte, no hay
necesidad de poesía. Ni de escribir para no morir. Uno ya no necesita mentirse
con la esperanza de haber servido para algo, porque la gota se ha disuelto en
el océano. No puede aspirar al infinito el infinito cuando la gota diminuta y
finita ha sido tragada por su madre mar, de la que salimos y a la que volvemos
todos. Pero solo meditando se comprueba, y no siempre que meditas quedas
absorto; con una absorción basta. A mí me ocurrió en 1985, meditando en el
mismo sillón en el que leía y en el que se le reventó en 1976 la vena aorta a mi padre. Con la
absorción se muere y enseguida se resucita.
Nunca fui el mismo. Estaba
escribiendo una novela que le ganara en pesimismo a Cioran, a Sartre o a Kafka,
pero ya no pude sentir que la vida fuera tragedia. Ahora todo era maravilloso.
No menos misterioso, pero sí mucho más divertido: un juego al ajedrez de los
espejos, basado en reglas siempre fluctuantes. ¿Qué mejor que dedicarme a
enseñar meditación? ¿Qué mejor que volverme un sacerdote que en vez de ofrecer
hostias entregara mantras y dirigiera retiros, suscitando ojalá en cientos de
estudiantes, aunque fuese una vez, el mejor de los orgasmos, el silencio del
ser, la verdad acuosa, volátil, espumosa, que perfumó a los místicos de la
India védica, la experiencia suprema que un buscador de sí mismo puede
alcanzar, la más resbalosa pero sin duda brillante revelación que un filósofo
pudiese esperar?
Y entonces de filósofo académico de
oficio pasé a ser profesor de meditación de oficio. Era lo mismo. Solo que
ahora todo el trabalenguas conceptual no me confundiría, ni enredaría a mis
estudiantes. Iríamos al grano, más allá de la palabra. Encontraríamos juntos la
satisfacción de quien , buscando sus gafas, descubre que siempre las tuvo
puestas. Como vislumbro cuando pongo mi tragedia personal en un poema y me hago
pasar por poeta: de pronto la tragedia se me vuelve comedia. Al tomar distancia
del mundo y de mí mismo, usando el lenguaje para que diga lo que nunca podrá
ser nombrado, hago poesía. Pongo el dedo en la llaga. Duele pero salva. Quien
enfrenta su infierno halla su paraíso. Se asoma por entre las líneas de mis
poemas la conciencia de que todo es un juego, “Lilah”, como lo llaman en India.
Viene la danza. No el tiro en la sien, como le ha sucedido a tantos poetas a
los que les faltó meditar para salvarse. Sino la danza frenética, candomblé de
gozo supremo, de alegría sin objeto. Y a carcajadas -como el Zaratustra de
Nietzche-, en poeta, místico, profesor de meditación, novelista, filósofo y loco , por puro gozo del oficio, en
Villa de Leyva me transformo un poco.
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