martes, 23 de abril de 2024

Solidaridad

 



Por Fernando Baena Vejarano

 

No solo somos personas, individuales, diferenciadas unas de otras por aparecer ante ellas como cuerpos diferentes, unos aquí, otros allá, cada uno con su propia historia biográfica, su pasado y presente, repartidos todos por las habitaciones de las casas, las calles de los pueblos, los centros comerciales de las ciudades, hablando cada uno a nombre de sí mismo. Cuando hablamos así, decimos “yo”. Yo esto, yo aquello, yo lo otro, ayer yo, mañana yó; hice eso o haré eso otro porque recuerdo,  quiero, deseo o temo alguna cosa.

El lenguaje nos recuerda que también somos “nosotros”, y por eso es que los verbos se pueden conjugar, para designar que quien habla no es un individuo, sino un grupo, en primera persona del plural. Lo haré enseguida. Observemos la siguiente oración: nosotros somos parejas, familias, veredas, municipios, ciudades, naciones, planeta. Conjugar más a menudo los verbos de esta manera podría salvarnos del egoísmo, porque serviría como recordatorio de que somos el cuenco en el que se ha vertido una gran parte de lo que somos. Nos debemos al líquido vertido, aunque seamos muy particulares y diferentes entre nosotros. Y esa ambrosía o veneno de la que nos nutrimos para ser maravillosas o terribles personas se llama sociedad. Somos un nudo de una red. ¿Es posible que respecto a una red de pescar se pueda afirmar que el nudo es diferente de las cuerdas que se han entrecruzado? No. Está hecho de ellas. El nudo sobresale, resulta notorio porque resulta de un tejido de cuerdas, pero puede deshacerse, se va a deshacer al cabo de algunos años o décadas de vida, enfermará y morirá ojalá después de haber servido para que el pescador trabaje,  pero no por eso desaparecerán las cuerdas con las que se hizo el nudo.

Esas cuerdas son el lenguaje con el que aprendimos a pensar, los avances tecnológicos que nos proveyó la sociedad en la que crecimos, los procesos de socialización que recibimos de padres, educadores y medios de comunicación, los entornos culturales en suma. Pero sobre todo los afectos que tuvimos o de los que carecimos al nacer, en la primera infancia y hasta durante el embarazo. Eso nos marcó mucho.

Lo colectivo sigue vivo como un solo organismo, desde que apareció el ser humano sobre este planeta, como continuación de la gran red de la vida biológica y de esos tejidos animales que se llamaron primates. Átomos, moléculas, ADN, células, plantas, animales y humanos somos nudos del entretejido del universo. El cosmos ha sido siempre un colectivo de conciencia en evolución.

Cuando nos enseñan a preocuparnos los unos por los otros, a ser compasivos y amorosos, a apoyarnos mutuamente, a trabajar en equipo, es porque se requiere un esfuerzo sicológico para crecer. Lo normal es que de niños seamos egoístas, porque lo primero que aprendemos al crecer sicológicamente es a decir “yo”, a hablar en primera persona, y a rodearnos de posesiones que constituirán “lo mío” , así como a desarrollar destrezas y habilidades sicomotoras con el propio cuerpo.  Pero luego viene la etapa de aprender a ponernos en los zapatos del otro, la de aprender a sentir, hablar y pensar en primera persona del plural, desde el punto de vista de que somos también un colectivo, y todo esto que es lo que constituye una de las inteligencias que más deberían transmitirnos, mediante el ejemplo, padres y educadores: la inteligencia ética, que tiene tres etapas llamadas preconvencional, convencional y postconvencional, como descubrió un sicólogo llamado Kohlberg. No solo de saber matemática, música, lenguaje, deportes, artes e historia se trata educarse.

La solidaridad no se predica sino por el ejemplo. Las clases de ética y los sermones morales entran por un oído y salen por otro. Los políticos corruptos viven dando clases de amor. Y dar ejemplo desde lo más cotidiano, eso se llama modelar. Imitamos conductas y emociones solidarias, energías y lenguajes no verbales solidarios, expresiones y relaciones solidarias, como si fuera una epidemia, cuando alguien nos contagia de esas cualidades simplemente siendo así, todos los días, sin siquiera notarlo. El ser humano florece cuando se descentra. El ser humano reconoce lo que es cuando ama, valora al otro, escucha, ayuda, emprende colectivamente soluciones para las necesidades de todos. El ser humano se humaniza cuando se desgaja de la inmadurez egoísta, para aprender la felicidad de la entrega compasiva y emprende acciones generosas, conciente ahora sí de que no hay otro camino para ser más feliz, que logrando su felicidad en grupo. Somos felices cuando nuestros hijos, padres, hermanos, parientes y amigos lo son. Por eso les ayudamos también a ellos a ser felices. La vida en pueblos pequeños, en zonas rurales, facilita las sonrisas, los encuentros, los detalles; y también la vigilancia y detección de las personas que en vez de trabajar con las comunidades para ayudarlas a progresar, las utilizan para manipularlas políticamente. El cambio comienza en casa. Así construiremos un Zaquencipá ejemplar para este país. Demos el paso. Y hablemos con frecuencia, por ejercicio, en primera persona del plural. Digamos “nosotros esto, nosotros aquello”. Resolverá casi que mágicamente nuestras disputas hablar así, para pensar asi, y sentir la vida desde el punto de vista que nos eleva a contemplar las cosas de manera más amplia, para también, como personas e individuos, ser verdaderamente más felices.

 

 

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