Por Fernando Baena Vejarano
No solo somos personas, individuales, diferenciadas unas de
otras por aparecer ante ellas como cuerpos diferentes, unos aquí, otros allá,
cada uno con su propia historia biográfica, su pasado y presente, repartidos
todos por las habitaciones de las casas, las calles de los pueblos, los centros
comerciales de las ciudades, hablando cada uno a nombre de sí mismo. Cuando
hablamos así, decimos “yo”. Yo esto, yo aquello, yo lo otro, ayer yo, mañana
yó; hice eso o haré eso otro porque recuerdo,
quiero, deseo o temo alguna cosa.
El lenguaje nos recuerda que también somos “nosotros”, y por
eso es que los verbos se pueden conjugar, para designar que quien habla no es
un individuo, sino un grupo, en primera persona del plural. Lo haré enseguida.
Observemos la siguiente oración: nosotros somos parejas, familias, veredas,
municipios, ciudades, naciones, planeta. Conjugar más a menudo los verbos de
esta manera podría salvarnos del egoísmo, porque serviría como recordatorio de
que somos el cuenco en el que se ha vertido una gran parte de lo que somos. Nos
debemos al líquido vertido, aunque seamos muy particulares y diferentes entre
nosotros. Y esa ambrosía o veneno de la que nos nutrimos para ser maravillosas
o terribles personas se llama sociedad. Somos un nudo de una red. ¿Es posible
que respecto a una red de pescar se pueda afirmar que el nudo es diferente de
las cuerdas que se han entrecruzado? No. Está hecho de ellas. El nudo
sobresale, resulta notorio porque resulta de un tejido de cuerdas, pero puede
deshacerse, se va a deshacer al cabo de algunos años o décadas de vida,
enfermará y morirá ojalá después de haber servido para que el pescador
trabaje, pero no por eso desaparecerán
las cuerdas con las que se hizo el nudo.
Esas cuerdas son el lenguaje con el que aprendimos a pensar,
los avances tecnológicos que nos proveyó la sociedad en la que crecimos, los
procesos de socialización que recibimos de padres, educadores y medios de
comunicación, los entornos culturales en suma. Pero sobre todo los afectos que
tuvimos o de los que carecimos al nacer, en la primera infancia y hasta durante
el embarazo. Eso nos marcó mucho.
Lo colectivo sigue vivo como un solo organismo, desde que
apareció el ser humano sobre este planeta, como continuación de la gran red de
la vida biológica y de esos tejidos animales que se llamaron primates. Átomos,
moléculas, ADN, células, plantas, animales y humanos somos nudos del
entretejido del universo. El cosmos ha sido siempre un colectivo de conciencia
en evolución.
Cuando nos enseñan a preocuparnos los unos por los otros, a
ser compasivos y amorosos, a apoyarnos mutuamente, a trabajar en equipo, es
porque se requiere un esfuerzo sicológico para crecer. Lo normal es que de
niños seamos egoístas, porque lo primero que aprendemos al crecer sicológicamente
es a decir “yo”, a hablar en primera persona, y a rodearnos de posesiones que
constituirán “lo mío” , así como a desarrollar destrezas y habilidades
sicomotoras con el propio cuerpo. Pero
luego viene la etapa de aprender a ponernos en los zapatos del otro, la de
aprender a sentir, hablar y pensar en primera persona del plural, desde el
punto de vista de que somos también un colectivo, y todo esto que es lo que
constituye una de las inteligencias que más deberían transmitirnos, mediante el
ejemplo, padres y educadores: la inteligencia ética, que tiene tres etapas
llamadas preconvencional, convencional y postconvencional, como descubrió un
sicólogo llamado Kohlberg. No solo de saber matemática, música, lenguaje,
deportes, artes e historia se trata educarse.
La solidaridad no se predica sino por el ejemplo. Las clases
de ética y los sermones morales entran por un oído y salen por otro. Los
políticos corruptos viven dando clases de amor. Y dar ejemplo desde lo más
cotidiano, eso se llama modelar. Imitamos conductas y emociones solidarias, energías
y lenguajes no verbales solidarios, expresiones y relaciones solidarias, como
si fuera una epidemia, cuando alguien nos contagia de esas cualidades
simplemente siendo así, todos los días, sin siquiera notarlo. El ser humano
florece cuando se descentra. El ser humano reconoce lo que es cuando ama,
valora al otro, escucha, ayuda, emprende colectivamente soluciones para las
necesidades de todos. El ser humano se humaniza cuando se desgaja de la
inmadurez egoísta, para aprender la felicidad de la entrega compasiva y
emprende acciones generosas, conciente ahora sí de que no hay otro camino para
ser más feliz, que logrando su felicidad en grupo. Somos felices cuando
nuestros hijos, padres, hermanos, parientes y amigos lo son. Por eso les
ayudamos también a ellos a ser felices. La vida en pueblos pequeños, en zonas
rurales, facilita las sonrisas, los encuentros, los detalles; y también la
vigilancia y detección de las personas que en vez de trabajar con las
comunidades para ayudarlas a progresar, las utilizan para manipularlas
políticamente. El cambio comienza en casa. Así construiremos un Zaquencipá
ejemplar para este país. Demos el paso. Y hablemos con frecuencia, por
ejercicio, en primera persona del plural. Digamos “nosotros esto, nosotros
aquello”. Resolverá casi que mágicamente nuestras disputas hablar así, para
pensar asi, y sentir la vida desde el punto de vista que nos eleva a contemplar
las cosas de manera más amplia, para también, como personas e individuos, ser verdaderamente
más felices.
No hay comentarios:
Publicar un comentario