Por
Fernando Baena Vejarano*
Habitar un
espacio, transitarlo y usarlo son tres cosas diferentes que un buen arquitecto
diferencia. Ni un maestro de obra ni un simple ingeniero de la construcción merecen
por eso de suyo el nombre de arquitectos, a menos que su sensibilidad natural
hacia lo que trasciende la funcionalidad de un lugar se haya despertado.
Construir un lugar donde seres humanos puedan protegerse de inclemencias
ambientales, dormir, cocinar, asearse, desechar desperdicios, comer, socializar
y entretenerse no significa crear un espacio habitable. Ni una carpa, ni un
apartaestudio, ni una casa colonial son, en su sentido pleno, “habitaciones” a
menos que haya tiempo, personas e historias personales y comunitarias que se
impregnen en la memoria de sus superficies. Cuando habitamos tenemos hogar. Una
cueva puede ser un hogar. Una mansión puede ser para su usuario solo un objeto.
Un hotel, por acogedor que sea, nunca se sentirá como un hogar. Se trata de
cuál relación hemos tenido tiempo de establecer con el lugar y con las personas
que han convivido con nosotros, los pequeños detalles que personalizan cada
mesa de noche, nuestro pasado alegre o triste, registrado en cada corredor. El
hogar es, como diría el promotor de la topo-filia Carlos Mario Yori, un topos.
Es único. Sus ladrillos son afectos. Proyectamos en ellos, con el tiempo, como
en un telón , nuestras vidas. Les damos vida, los animamos. Una casa, en
cambio, es una construcción. Nada más, estandarizada o no en un barrio. Las casas son guarda-personas, como los armarios son
guardarropas. No son hogares. Esos ataúdes de cristal ultracómodos en los que
duermen o se sientan ahora los japoneses en las terminales de transporte ( la
altura del cubículo no les permite ponerse de pié), meramente son algo más que
una bolsa de dormir sofisticada. Ya sea un espacio unipersonal, familiar o
comunitario, lo arquitectónico consiste en gestionar y permitir que se
autogestione en los habitantes una vida lo más feliz posible. Porque la
relación que hacemos con nuestro entorno arquitectónico nos humaniza y porque
solo si humanizamos nuestro entorno hacemos verdadera arquitectura. No
confundamos entonces un patrimonio arquitectónico con un inventario de
fachadas.
Qué sea
humanizar nuestro hábitat ya es un tema que nos desborda aquí. El urbanismo
funcional necesita completarse con la reflexión sobre la felicidad. Pero es
obvio que la gran mayoría de nuestras ciudades y megaciudades son un fracaso de
la arquitectura y del urbanismo, son el reflejo de un bajo nivel de
inteligencia colectiva para crear acuerdos sostenibles y facilitantes de la
calidad de vida de los “ciudadanos”. Y el espejo no solo nos refleja sino que
nos afecta. La manera como nos transportamos, el modo como repartimos nuestro
tiempo para realizar una actividad social remunerada u otro tipo de ocupación,
los niveles de equidad, libertad, justicia y seguridad; todo esto también es
arquitectura y urbanismo. Y no está funcionando.
El fracaso
urbano y arquitectónico ha creado, intentando estar por fuera de la lógica
neoindustrial y suburbial, reacciones bien reconocibles. La gente que puede
(pensionados, acomodados, emprendedores y contratistas que trabajan online),
sale del caos a buscar alternativas. Oxígeno puro, alimentación saludable,
calidad en la vida interpersonal, encuentro intrapersonal, necesidad de sentido
existencial y espiritual buscan expresarse en nuevos hábitats. La gente que no
puede (el llamado turismo) por lo menos pasa de visita, añorando moverse a
algún lugar como el que le venden o arriendan por unos pocos días a un precio
que no podría pagar permanentemente. Permacultura, retorno a la vivienda
orgánica, neo-ruralismo, nomadismo vehicular (carros-casa), vida tribal,
ecoaldeas, revaloración de los pequeños asentamientos urbanos, techos verdes,
glampings; todo esto se explora desde los años sesentas en variadas búsquedas
de lo que pudiera ser “una mejor vida” y por tanto, una nueva manera de
conformar la sensación de hogar personal, familiar y colectivo. Seguimos
intentando conseguir un buen arraigo. Aristóteles proponía que la “polys” no
pasara de diez mil habitantes. Quizás tenía razón. El anonimato citadino tiene
la ventaja de una mayor autonomía y libertad personales, la aglomeración
facilita el intercambio de bienes y servicios; pero la despersonalización, apoyada
en la pobreza, viene junto con el aumento del crimen y la objetivación del
sujeto.
El sujeto es
tanto más solo un objeto del sistema socioeconómico cuanto más se parezca su
hábitat a un hormiguero. Por eso vivir en un pueblo pequeño se siente como un
retorno a ser uno mismo por fin. Tener un espacio propio en un entorno de
reconocimientos sociales, ver caras conocidas al salir a la calle, crear
asociaciones de intereses mutuos, se experimenta como poder ser, poder sentir,
poder jugar, poder cocinarse uno sus propios alimentos, poder explorar el
placer de ver que se elonga el tiempo para uno, en vez de que a uno le estén
robado el tiempo las facturas, las hipotecas y las labores extenuantes que
exigen conseguir dinero para pagarlas. Mucho de lo que cuesta trabajo, tiempo y
dinero se tiene que comprar, no porque sea necesario, sino porque es necesario
para poder trabajar para pagar lo necesario más lo innnecesario.
Si tener
tiempo para sentirse uno coherente consigo mismo y amoroso con los demás se
volvió casi imposible al ritmo de la máquina industrial, ahora, sumergidos en
el océano hiperinformático, será imposible. La diversión pasiva no nos lleva al
corazón. Produce hipermegalia mental y racional. Netflix lo sabe. Hacer
artesanías, volver al arte, escribir una autobiografía, usar las manos y los
sentidos: eso sí recompensa. La gran paradoja, y la grave ilusión, es que
volver a vivir a nuestros pueblecitos boyacenses tradicionales, a nuestras
calles y casas coloniales será un antídoto duradero. Podría no serlo. Un estilo
de vida no es un espectáculo. Pero como el espectáculo es lo que atrae al
turista y genera ingresos, se le oferta lo que demanda: fachadas. Y no solo
fachadas de casas y de mercados con techo de teja, sino las de peor calaña:
fachadas de estilo de vida. Lo reflejan arquitectónicamente los nuevos hoteles
, hechos a la fuerza como si fueran folclor. Y si creemos que defender nuestro
patrimonio arquitectónico es sinónimo de sostener fachadas de casas, paredes,
iglesias, parques, es porque no hemos pensado a fondo lo que significa habitar
este valle sagrado de origen muisca. Usar casas, prohibir edificios, construir
nuevas casas al estilo de las antiguas está muy bien. Habitarlas es otra cosa,
sin embargo. Habitar es vivir de cierto modo. La casa refleja mi manera de
habitar. Pero tener la casa, venir algunos fines de semana a ella, rentarla, no
me hace habitarla. Digámoselo a quienes las construyen, venden y compran. ¿Son
más felices ahora? No es un tema de tener techo. Ni de demostrar estatus,
poseyendo casas vacacionales. Ni de
contarles la mentira a miles de visitantes de que cuando lleguen a Villa de
Leyva estarán en paz, junto a miles de miles que harán lo mismo, soportando los
mismos trancones para llegar o salir, -sacándose fotos para pretender vivir
momentos que no se vivieron por sacar fotos- y compitiendo por las mismas
habitaciones de hotel y las mismas mesas en los mismos restaurantes mejor
publicitados.
Siempre sentí muy
falso el folclor, que es lo que queda para mostrar cuando los estilos de vida
populares mueren, para que parezca que viven o resucitan. Ya nunca seremos ni
tendremos la experiencia de habitar que tuvieron, en el valle de Zaquenzipa, hace un siglo
o más. El reloj y no la campana de la iglesia marcan el ritmo.
Hay diversos
tipos de falsificación urbana. La peor es cuando se hace la ciudad desde cero,
planificada al detalle, para enseguida importar personas que no sentirán por
ella ningún arraigo. Se culpa de eso a Rio de Janeiro. Guatavita la nueva es
otro ejemplo, y eso que los habitantes importados eran los antiguos pobladores
mismos. Pero ya no se sintieron los mismos. Las Vegas es un caso patético. Una
falsificación menor es esta: convertir en destino turístico de alto costo un
pueblo típico, poniéndole el eslogan de la tranquilidad, como le ha sucedido
también a Cartagena, en su zona antigua, amurallada. Para resumir: es mejor que
nada conservar nuestro patrimonio arquitectónico. Sería triste perderlo. Pero
ni una casa de barro ganadora de concursos, ni una cuadra llena de lindos
balcones llenos de materas con flores son el antídoto de la deshumanización,
que se cierne sobre nuestros tiempos de apocalipsis climático y angustia
megaurbana. No esperemos actitud de arraigo en un pueblo invadido por el
negocio turístico y por recién llegados que lo ofrezcan, lo usufructen, o lo
paguen. La identidad patrimonial es arraigo y afecto, eso requiere tiempo,
memoria, descendencia, sentimiento de territorio. Tomemos acción en la raíz,
para gozar el fruto; o el fruto se revelará podrido.
*Poeta,
filósofo, sicoterapeuta, novelista, profesor de meditación.
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