martes, 23 de abril de 2024

No solo que gire, sino que suba la balanza

 



Por Fernando Baena Vejarano

Ferbaena7@gmail.com

 

¿Hemos avanzado, nos hemos atrasado o detenido en “preservación del patrimonio cultural”? ¿Pero qué es eso? Quisiera primero saber qué es lo que duele de la pérdida de costumbres, saberes, etnias, usanzas, gastronomías, léxicos; maneras de hacer música o cantar, vestuarios, rituales para dar pasos en los ciclos vitales, maneras de mirar el mundo. No es tan obvio como parece. Es algo más que nostalgia o coleccionismo antropológico, y aunque se dice que la multiculturalidad enriquece y que la estandarización cultural nos vuelve pobres, sospecho que esa no es toda la verdad sobre por qué tiene sentido preservar el pasado al mismo tiempo que los vendedores de futuro nos ponen a correr a ciegas tras esperanzas empacadas de religión y política. Los mesianismos siempre tendrán vitrina en un mundo que duele y huele a purgatorio, en el que cada vez resulta más difícil buscar un solo culpable: occidente, el desarrollismo neoindustrial con su huella de carbono, el tío Sam, los chinos, Rusia, las inteligencias artificiales, el género masculino, el patriarcado; la guerra siempre, siempre la guerra.

Acabo de ver “El Botón de Nacar” en Netflix y me digo que no tiene fin el exterminio como pauta de la historia, ya se trate de las violencias sutiles o de otras más evidentes. La gentrificación tiene su mano lenta, invisible; y cuenta con la ventaja de que el primero en ayudar a que le quiten su pueblo es el poblador mismo, cuando no piensa a mediano plazo sino en términos de ganancia líquida. Pero todo lo líquido se escurre, y es cosa sabida que los hijos y los nietos ya no gozarán del tiempo libre, la calidad de vida y la felicidad neta en la que sus abuelos no pensaron cuando vendieron lotes y tierras. Se irán a las ciudades, pero volverán a cuidar y añorar lo que ya no tienen, o les costará cien veces más. Otros exterminios culturales han sido más directos. Para compensar su culpa, la cultura hegemónica saca de sus mangas la magia de las políticas de conservación cultural, que llega en forma de museos de cosas muertas y exhibidas como valiosas, porque ya no hay gente viva que las use. Collares de oro, narigueras, balsas muiscas, fotografías y dibujos a mano alzada de rostros dignificados por la imperfección de la piel, el color cobrizo, la mirada inmensa como el paisaje que en ella se refleja, la diferencia relativa respecto al rostro colonizador; narices, ojos, arrugas, manos callosas ahora ensalzadas de pronto, porque ya han sido exterminadas. Entonces posa el antropólogo, pone cara triste, alaba al enemigo derrotado con un gesto noble y dice: ellos sí que sabían vivir en armonía con la naturaleza.

Y entonces viene y ocupa su lugar el romanticismo cultural: todo pasado fue mejor. Salta a la arena comercial la artesanía de lujo, la mochila kogui de exportación, el restaurante artesanal de comidas boyacenses transformadas en platos de lujo, y se ponen de moda las clases de tejido en telar. Y a todo eso se le mezcla cuanto pueda parecer contracultura: comida vegana, yoga, animalismo, cantos siberianos de pastores, didgeridoo australiano; venga de donde venga, porque ya no tiene que proceder del territorio muisca. La ciudad de arquitectura colonial se post-moderniza. Para seguir recomendada en las guías de viajeros conservará sus fachadas con balcones y ladrillos de adobe, sus puertas de madera maciza. Ya otra cosa será vista desde adentro.

¿Pero qué es lo que me duele? -me repito yo, caucásico invasor. Soy y no soy culpable de mi apellido español, traído desde una provincia rica en aceitunas. No es el cambio en las secuencias de los pueblos, no es la rica historia de Europa lo que acuso. La violencia, la inequidad en los procesos, ni al pueblo colonizador ni al sometido les gusta que hayan existido. Tras unos siglos todos somos amigos. Visibilizar y empoderar sectores invisibilizados es crucial. Pero entonces nos aplaudimos mutuamente, con sonrisitas de políticas inclusivas forzadas por una agenda internacional de origen complejo y a las que no les sobra una investigación nutrida de sospecha. Y en realidad no hacemos un diálogo intercultural sincero. Dejamos los sustantivos peyorativos fuera del uso diario, para recordar la dignidad de las minorías oprimidas, las secciones segregadas, las diferencias usadas como excusas para abusar los unos de los otros, de las otras, de les otres. Pero no construimos una igualdad de fondo, que requiere abrir las heridas no atendidas, no expresadas con las ardides de las artes, los gritos poéticos, los verdaderos encuentros.

Al romanticismo cultural de los maquillajes coloniales y las calles empedradas le falta sustancia anticomercial para morir y renacer mejorado. Con otro nombre y esencia, lo vislumbro como un futuro en el que la identidad regional será una muñeca rusa, cajas dentro de cajas todas vivas, en las que no se falseen las poses de inclusividad bajo el lema de “todos somos iguales”, sino el de “todos somos valiosos porque somos diversos, y aunque merecemos todos igual trato no por eso ser diversos significa que estemos viendo con la misma profundidad el mundo”. El desarrollo humano es una espiral evolutiva y una pirámide habitacional de pisos en cuya punta no suelen vivir todos sus ocupantes. No es lo mismo un pueblo que se centra en el pensamiento mágico que uno que se funda en mitos políticos o religiosos, ni que otro que intenta girar alrededor de ciencias, argumentos, ciudadanías y debates lógicos, ni que otro que ojalá en un futuro próximo integre cada fruto de cada etapa de la historia en un solo colectivo, no solo más justo, libre y equitativo, sino sobre todo más agudo y alto, menos trivial, más capaz de penetrar en lo sagrado. Pero ese es el tema del concepto integrativo de cultura, que en pocos párrafos apenas he aruñado.

Comprendo que la justicia histórica funcione como un péndulo que ilumina a un lado dejando a oscuras el otro, y alabo y comprendo que sea necesario cierto idealismo hacia las culturas minoritarias. No comparto cuando por protegerlas se entiende aislarlas, como si se pudieran poner comunidades enteras tras vitrinas antisépticas.  No es posible aislar el pasado, ni la única identidad social válida es la de lo autóctono, porque si de orígenes se trata habría que retroceder infinitamente hacia atrás hasta las cavernas. Tampoco tiene sentido permitir que se pisoteen comunidades, usanzas, recuerdos. Pero falta profundidad para pensar no solo haciendo funcionar la balanza de un lado al otro, alternando acusaciones, privilegios, presupuestos y desprecios, sino subiendo la balanza hacia un nivel más profundo.

 

 

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