Por
Fernando Baena Vejarano
¿Hemos avanzado, nos hemos atrasado o
detenido en “preservación del patrimonio cultural”? ¿Pero qué es eso? Quisiera primero
saber qué es lo que duele de la pérdida de costumbres, saberes, etnias,
usanzas, gastronomías, léxicos; maneras de hacer música o cantar, vestuarios,
rituales para dar pasos en los ciclos vitales, maneras de mirar el mundo. No es
tan obvio como parece. Es algo más que nostalgia o coleccionismo antropológico,
y aunque se dice que la multiculturalidad enriquece y que la estandarización
cultural nos vuelve pobres, sospecho que esa no es toda la verdad sobre por qué
tiene sentido preservar el pasado al mismo tiempo que los vendedores de futuro
nos ponen a correr a ciegas tras esperanzas empacadas de religión y política.
Los mesianismos siempre tendrán vitrina en un mundo que duele y huele a
purgatorio, en el que cada vez resulta más difícil buscar un solo culpable:
occidente, el desarrollismo neoindustrial con su huella de carbono, el tío Sam,
los chinos, Rusia, las inteligencias artificiales, el género masculino, el
patriarcado; la guerra siempre, siempre la guerra.
Acabo de ver “El Botón de Nacar” en
Netflix y me digo que no tiene fin el exterminio como pauta de la historia, ya
se trate de las violencias sutiles o de otras más evidentes. La gentrificación
tiene su mano lenta, invisible; y cuenta con la ventaja de que el primero en
ayudar a que le quiten su pueblo es el poblador mismo, cuando no piensa a
mediano plazo sino en términos de ganancia líquida. Pero todo lo líquido se
escurre, y es cosa sabida que los hijos y los nietos ya no gozarán del tiempo
libre, la calidad de vida y la felicidad neta en la que sus abuelos no pensaron
cuando vendieron lotes y tierras. Se irán a las ciudades, pero volverán a
cuidar y añorar lo que ya no tienen, o les costará cien veces más. Otros
exterminios culturales han sido más directos. Para compensar su culpa, la
cultura hegemónica saca de sus mangas la magia de las políticas de conservación
cultural, que llega en forma de museos de cosas muertas y exhibidas como
valiosas, porque ya no hay gente viva que las use. Collares de oro, narigueras,
balsas muiscas, fotografías y dibujos a mano alzada de rostros dignificados por
la imperfección de la piel, el color cobrizo, la mirada inmensa como el paisaje
que en ella se refleja, la diferencia relativa respecto al rostro colonizador;
narices, ojos, arrugas, manos callosas ahora ensalzadas de pronto, porque ya
han sido exterminadas. Entonces posa el antropólogo, pone cara triste, alaba al
enemigo derrotado con un gesto noble y dice: ellos sí que sabían vivir en
armonía con la naturaleza.
Y entonces viene y ocupa su lugar el
romanticismo cultural: todo pasado fue mejor. Salta a la arena comercial la
artesanía de lujo, la mochila kogui de exportación, el restaurante artesanal de
comidas boyacenses transformadas en platos de lujo, y se ponen de moda las clases
de tejido en telar. Y a todo eso se le mezcla cuanto pueda parecer
contracultura: comida vegana, yoga, animalismo, cantos siberianos de pastores,
didgeridoo australiano; venga de donde venga, porque ya no tiene que proceder
del territorio muisca. La ciudad de arquitectura colonial se post-moderniza.
Para seguir recomendada en las guías de viajeros conservará sus fachadas con
balcones y ladrillos de adobe, sus puertas de madera maciza. Ya otra cosa será
vista desde adentro.
¿Pero qué es lo que me duele? -me
repito yo, caucásico invasor. Soy y no soy culpable de mi apellido español,
traído desde una provincia rica en aceitunas. No es el cambio en las secuencias
de los pueblos, no es la rica historia de Europa lo que acuso. La violencia, la
inequidad en los procesos, ni al pueblo colonizador ni al sometido les gusta
que hayan existido. Tras unos siglos todos somos amigos. Visibilizar y
empoderar sectores invisibilizados es crucial. Pero entonces nos aplaudimos mutuamente,
con sonrisitas de políticas inclusivas forzadas por una agenda internacional de
origen complejo y a las que no les sobra una investigación nutrida de sospecha.
Y en realidad no hacemos un diálogo intercultural sincero. Dejamos los
sustantivos peyorativos fuera del uso diario, para recordar la dignidad de las
minorías oprimidas, las secciones segregadas, las diferencias usadas como
excusas para abusar los unos de los otros, de las otras, de les otres. Pero no
construimos una igualdad de fondo, que requiere abrir las heridas no atendidas,
no expresadas con las ardides de las artes, los gritos poéticos, los verdaderos
encuentros.
Al romanticismo cultural de los
maquillajes coloniales y las calles empedradas le falta sustancia anticomercial
para morir y renacer mejorado. Con otro nombre y esencia, lo vislumbro como un
futuro en el que la identidad regional será una muñeca rusa, cajas dentro de
cajas todas vivas, en las que no se falseen las poses de inclusividad bajo el
lema de “todos somos iguales”, sino el de “todos somos valiosos porque somos diversos,
y aunque merecemos todos igual trato no por eso ser diversos significa que
estemos viendo con la misma profundidad el mundo”. El desarrollo humano es una
espiral evolutiva y una pirámide habitacional de pisos en cuya punta no suelen
vivir todos sus ocupantes. No es lo mismo un pueblo que se centra en el
pensamiento mágico que uno que se funda en mitos políticos o religiosos, ni que
otro que intenta girar alrededor de ciencias, argumentos, ciudadanías y debates
lógicos, ni que otro que ojalá en un futuro próximo integre cada fruto de cada
etapa de la historia en un solo colectivo, no solo más justo, libre y
equitativo, sino sobre todo más agudo y alto, menos trivial, más capaz de
penetrar en lo sagrado. Pero ese es el tema del concepto integrativo de cultura,
que en pocos párrafos apenas he aruñado.
Comprendo que la justicia histórica
funcione como un péndulo que ilumina a un lado dejando a oscuras el otro, y
alabo y comprendo que sea necesario cierto idealismo hacia las culturas
minoritarias. No comparto cuando por protegerlas se entiende aislarlas, como si
se pudieran poner comunidades enteras tras vitrinas antisépticas. No es posible aislar el pasado, ni la única
identidad social válida es la de lo autóctono, porque si de orígenes se trata
habría que retroceder infinitamente hacia atrás hasta las cavernas. Tampoco
tiene sentido permitir que se pisoteen comunidades, usanzas, recuerdos. Pero
falta profundidad para pensar no solo haciendo funcionar la balanza de un lado
al otro, alternando acusaciones, privilegios, presupuestos y desprecios, sino
subiendo la balanza hacia un nivel más profundo.
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