martes, 23 de abril de 2024

Reloj de una misma arena

 



Por Fernando Baena Vejarano

 

            Titulada como este microensayo, escribí una novela que comienza cuando, a finales del siglo XXI, en peno cambio climático, un bogotano de nombre Nadir entra  a darse un duchazo excepcional, casi ilegal, de tres minutos. Tan pronto el agua bendice su coronilla, se le mete en el cuerpo el alma de una mujer, llamada Zeniliana, quien se encuentra metida, varios siglos más tarde, bajo una sensual y torrentosa cascada, en Ecoamérica, -que es como se llama este continente en el futuro postapocalíptico que Nadir apenas paladea.  Zeniliana siente no solo que su alma viajó al pasado y se metió en un cuerpo masculino, sino que a su vez el alma de Nadir se le metió en el cuerpo en un inesperado viaje de este hombre hacia el futuro.

Creo que esa escena literaria simboliza, o la curiosidad, o el anhelo imposible, y generalmente inconfesado, de muchos hombres: ser mujeres por un tiempo. Conozco mujeres que me confiesan lo mismo respecto al sexo opuesto. Lo convexo quiere ser cóncavo y lo cóncavo convexo. En cierto modo, y si nos atrevemos a plagiar lo que afirmaría un sicoanalista junguiano,  el amor romántico heterosexual es una envidia de lo diferente, que idealiza lo faltante y lo proyecta en un telón, el de la amada o el amado. Nos imaginamos al otro como una especie de hostia que será tragada para producir la plenitud permanente. Nos lo imaginamos comido, casado con s o cazado con z. Las bodas arquetípicas nos persiguen, no solo en las novelas rosa sino en la alquimia y los sueños. Diría Jung que todo hombre heterosexual reprime su ánima, y toda mujer heterosexual su ánimus, y que buena parte de la evolución en conciencia consiste en dejar que salga a flote lo reprimido para que sea integrado, digerido, visibilizado, sanando así las innnumerables formas neuróticas, personales y comunitarias, que han causado los moralismos. Somos seres andróginos por dentro, que se manifiestan por fuera de maneras más Ying o más Yang, como diría el taoísmo.

La historia pendula, y estamos en la comprensible fase que compensa los excesos del patriarcado y el machismo, expresiones visibles de la ginofobia.  La fobia por lo femenino se nutre de epopeyas griegas, de judeocristianismo. O, si vamos más atrás, de la desaparición de las sociedades cazadoras recolectoras y el inicio de las grandes civilizaciones ribereñas, sedentarias, guerreras y conquistadoras. Ahora la balanza indica que lo políticamente correcto sea que hombres y mujeres apoyemos el feminismo. Pero hay decenas de feminismos. El feminismo es una paleta de colores que oscila entre el revanchismo androfóbico y el revisionismo crítico, pasando por posiciones moderadas y cada vez menos sectarias. Suenan campanas de filosofías tántricas, terapias de integración ánima/animus, ecofeminismo académico, círculos de mujeres que promueven también los grupos de terapia para la redefinición de la identidad masculina en grupos de hombres, resurgimiento de la figura de la partera. Escribí un manifiesto uterosófico sobre ello hace años. Son tiempos interesantes. De un lado muy postmoderno gritan unos que toda identidad es convencional y que toda rebeldía contra cualquier asignación social de identidad es libertaria. De otro lado intentan posicionarse las defensoras de lo femenino como buscadoras de lo ancestral o lo oriental, perdido por culpa de cientificismos occidentales. Y ya vamos trascendiendo, lustro a lustro, la meta de la igualdad de ingresos para ambos géneros, el posicionamiento de la mujer en todas las esferas públicas que antes le estaban vedadas, la protección a sus derechos, la penalización de los abusos masculinos. Solo faltan siglos. Hay que ir más lejos, pero sobre todo más profundo.

 

Me gustaría, como hombre, tener algo qué decir como mujer. Quizás ese sea el origen de mi profunda inclinación por ellas, por su cuerpo, por sus voces, por sus sensibilidades. Mi testosterona sabe poco de oxitocina. Esa es la bella tragedia de ser hombre, que provoca admirar, y respetar y cuidar; así las más autosuficientes de entre ellas me regañen por querer tratarlas con amor. No es que no crea en su fuerza, autonomía y empoderamiento. Todo lo contrario. La cercanía de todas las mujeres en mi vida, hermanas, madres y reemplazos de madres, novias y amigas, esposa…me ha permitido irme vertiendo en el misterio de lo otro, que es el misterio de su poder, al cual me entrego. El juego de la vida es sin duda el juego del sexo. Pero el sexo es más que sexo: la identidad masculina y femenina expresa la dinámica de las polaridades, porque el universo mismo es andrógino.  Comprendo así que algunas personas con organismos masculinos hayan decidido hormonarse y hacerse cirugías, con la esperanza de cruzar al otro lado del río. O que otras con fenotipo XY hayan puesto su identidad, no en el deseo físico de lo diferente, sino de lo semejante. Cada vez hay más cuerpos masculinos intentando redefinirse. Los cuerpos femeninos hacen lo mismo. Hemos visto, vemos más y veremos aún más novedades en este siglo de las libertades de exploración relacionales, de preferencias sexuales y de identidades sociales y de género. He escrito un libro que he llamado Holosofía de la Libertad para pensar como un asunto de profundidades, y no solo de opciones igualitarias, el tema de la explosión de identidades. Somos el mismo reloj de arena, lleno de los mismos y finísimos granos de deseo, aunque nos corresponda tener más lleno el vaso de arriba o de abajo, según se esté midiendo el tiempo de la historia, o se esté ofertando con cirugía plástica, o según la caprichosa ley de la reencarnación de las almas vaya decidiendo.

Intento comprender entonces que, ahora que estoy del lado políticamente bajo sospecha (soy blanco, hombre, heterosexual y no practico el poliamor) solo podré ser capaz de un ejercicio de imaginación y -sobre todo- de empatía ontológica. Mi novela sobre el hermafroditismo sicológico del ser humano es mi premio de consuelo. No me queda más remedio que aceptar que tengo ante mí un abismo, y que me siento demasiado condicionado: ni mis hormonas, ni mis circunstancias sociales y culturales me facilitan comprender lo que parece ubicado al otro lado, o muy adentro, de mí mismo. Amo lo lejano. Amo a la mujer y quiero ser uno con ella, porque ella es el secreto más profundo de mí mismo. Como un espejismo, se me aleja cuando creo beber en él. Tal vez este sea mi mejor y más honesto punto de partida.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario