Por Fernando Baena Vejarano
Titulada como este
microensayo, escribí una novela que comienza cuando, a finales del siglo XXI,
en peno cambio climático, un bogotano de nombre Nadir entra a darse un duchazo excepcional, casi ilegal,
de tres minutos. Tan pronto el agua bendice su coronilla, se le mete en el
cuerpo el alma de una mujer, llamada Zeniliana, quien se encuentra metida,
varios siglos más tarde, bajo una sensual y torrentosa cascada, en Ecoamérica,
-que es como se llama este continente en el futuro postapocalíptico que Nadir
apenas paladea. Zeniliana siente no solo
que su alma viajó al pasado y se metió en un cuerpo masculino, sino que a su
vez el alma de Nadir se le metió en el cuerpo en un inesperado viaje de este
hombre hacia el futuro.
Creo que esa escena literaria simboliza, o la curiosidad, o el anhelo
imposible, y generalmente inconfesado, de muchos hombres: ser mujeres por un
tiempo. Conozco mujeres que me confiesan lo mismo respecto al sexo opuesto. Lo
convexo quiere ser cóncavo y lo cóncavo convexo. En cierto modo, y si nos
atrevemos a plagiar lo que afirmaría un sicoanalista junguiano, el amor romántico heterosexual es una envidia
de lo diferente, que idealiza lo faltante y lo proyecta en un telón, el de la
amada o el amado. Nos imaginamos al otro como una especie de hostia que será
tragada para producir la plenitud permanente. Nos lo imaginamos comido, casado con
s o cazado con z. Las bodas arquetípicas nos persiguen, no solo en las novelas
rosa sino en la alquimia y los sueños. Diría Jung que todo hombre heterosexual
reprime su ánima, y toda mujer heterosexual su ánimus, y que buena parte de la
evolución en conciencia consiste en dejar que salga a flote lo reprimido para
que sea integrado, digerido, visibilizado, sanando así las innnumerables formas
neuróticas, personales y comunitarias, que han causado los moralismos. Somos
seres andróginos por dentro, que se manifiestan por fuera de maneras más Ying o
más Yang, como diría el taoísmo.
La historia pendula, y estamos en la comprensible fase que compensa los
excesos del patriarcado y el machismo, expresiones visibles de la
ginofobia. La fobia por lo femenino se
nutre de epopeyas griegas, de judeocristianismo. O, si vamos más atrás, de la
desaparición de las sociedades cazadoras recolectoras y el inicio de las
grandes civilizaciones ribereñas, sedentarias, guerreras y conquistadoras.
Ahora la balanza indica que lo políticamente correcto sea que hombres y mujeres
apoyemos el feminismo. Pero hay decenas de feminismos. El feminismo es una
paleta de colores que oscila entre el revanchismo androfóbico y el revisionismo
crítico, pasando por posiciones moderadas y cada vez menos sectarias. Suenan
campanas de filosofías tántricas, terapias de integración ánima/animus, ecofeminismo
académico, círculos de mujeres que promueven también los grupos de terapia para
la redefinición de la identidad masculina en grupos de hombres, resurgimiento
de la figura de la partera. Escribí un manifiesto uterosófico sobre ello hace
años. Son tiempos interesantes. De un lado muy postmoderno gritan unos que toda
identidad es convencional y que toda rebeldía contra cualquier asignación
social de identidad es libertaria. De otro lado intentan posicionarse las
defensoras de lo femenino como buscadoras de lo ancestral o lo oriental,
perdido por culpa de cientificismos occidentales. Y ya vamos trascendiendo,
lustro a lustro, la meta de la igualdad de ingresos para ambos géneros, el
posicionamiento de la mujer en todas las esferas públicas que antes le estaban
vedadas, la protección a sus derechos, la penalización de los abusos
masculinos. Solo faltan siglos. Hay que ir más lejos, pero sobre todo más
profundo.
Me gustaría, como hombre, tener algo qué decir como mujer. Quizás ese sea
el origen de mi profunda inclinación por ellas, por su cuerpo, por sus voces,
por sus sensibilidades. Mi testosterona sabe poco de oxitocina. Esa es la bella
tragedia de ser hombre, que provoca admirar, y respetar y cuidar; así las más
autosuficientes de entre ellas me regañen por querer tratarlas con amor. No es
que no crea en su fuerza, autonomía y empoderamiento. Todo lo contrario. La
cercanía de todas las mujeres en mi vida, hermanas, madres y reemplazos de
madres, novias y amigas, esposa…me ha permitido irme vertiendo en el misterio
de lo otro, que es el misterio de su poder, al cual me entrego. El juego de la
vida es sin duda el juego del sexo. Pero el sexo es más que sexo: la identidad
masculina y femenina expresa la dinámica de las polaridades, porque el universo
mismo es andrógino. Comprendo así que
algunas personas con organismos masculinos hayan decidido hormonarse y hacerse
cirugías, con la esperanza de cruzar al otro lado del río. O que otras con fenotipo
XY hayan puesto su identidad, no en el deseo físico de lo diferente, sino de lo
semejante. Cada vez hay más cuerpos masculinos intentando redefinirse. Los
cuerpos femeninos hacen lo mismo. Hemos visto, vemos más y veremos aún más
novedades en este siglo de las libertades de exploración relacionales, de
preferencias sexuales y de identidades sociales y de género. He escrito un
libro que he llamado Holosofía de la Libertad para pensar como un asunto
de profundidades, y no solo de opciones igualitarias, el tema de la explosión
de identidades. Somos el mismo reloj de arena, lleno de los mismos y finísimos
granos de deseo, aunque nos corresponda tener más lleno el vaso de arriba o de
abajo, según se esté midiendo el tiempo de la historia, o se esté ofertando con
cirugía plástica, o según la caprichosa ley de la reencarnación de las almas
vaya decidiendo.
Intento comprender entonces que, ahora que estoy del lado políticamente
bajo sospecha (soy blanco, hombre, heterosexual y no practico el poliamor) solo
podré ser capaz de un ejercicio de imaginación y -sobre todo- de empatía
ontológica. Mi novela sobre el hermafroditismo sicológico del ser humano es mi
premio de consuelo. No me queda más remedio que aceptar que tengo ante mí un
abismo, y que me siento demasiado condicionado: ni mis hormonas, ni mis circunstancias
sociales y culturales me facilitan comprender lo que parece ubicado al otro
lado, o muy adentro, de mí mismo. Amo lo lejano. Amo a la mujer y quiero ser
uno con ella, porque ella es el secreto más profundo de mí mismo. Como un
espejismo, se me aleja cuando creo beber en él. Tal vez este sea mi mejor y más
honesto punto de partida.
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