Fernando Baena Vejarano
Era el año 2.123 en Villa de Leyva. Pero
ahora se llamaba Villa Sodoma. El alcalde, don Faustino, acompañado de sus
ediles, había seguido los sabios consejos de una empresa de mercadeo turístico
con la que habían contratado un estudio para mejorar la industria del
hospedaje. El asesor les había dicho que según los algoritmos y las encuestas atraerían
más turistas si le ponían un nombre menos
histórico. Esos mismos expertos habían aconsejado y aplaudido en el año 2050 el
reemplazo de las obsoletas calles empedradas –“aptas para caballos, no para
personas”, según rezaba el decreto- por modernas y futuristas pistas pavimentadas. Al entrar el siglo XXII esas
mismas rutas pavimentadas se habían cambiado por cintas y escaleras eléctricas peatonales, automatizadas. Los turistas ya no
caminaban, sino que se dejaban llevar, de pié, inmóviles, insensibles a las
fachadas coloniales; conectados al metaverso mediante gafas y trajes plateados,
climatizados y holotáctiles.
Quien quisiera podía consultar en línea
la historia del progreso de Villa Sodoma. Una inteligencia artificial respondía
preguntas en línea. ¿Quién tuvo el chispazo de acabar con las plazas de mercado
campesinas para convertirlas en centros comerciales? ¿Cómo se convenció a los
turistas de dejar la gastronomía boyacense, para pasarse al consumo de sintéticos
importados? ¿Cómo se logró progresar tanto que desapareciera finalmente la
agricultura campesina, las artesanías de Ráquira? Para enseñarle a los niños a
burlarse del siglo XXI había un museo virtual con ruanas, telares, música de
carranga, bailes antiguos con vestimentas tradicionales y filmaciones de fiestas
patronales. Y si un turista quería salir
de su hotel, lo llevaban en un dron por encima de las antiguas tierras veredales,
-ahora pobladas de gigantes complejos hoteleros- para que apreciara la
Zaquencipá progresista, tapizada de invernaderos automatizados. Los descendientes
de pobladores originarios hacían cursos para entender que la felicidad no
provenía de tener familia, ni finquita,
ni hijos y nietos que heredaran tierras. Vivían en apartaestudios unipersonales construidos
encima de la antigua plaza de Nariño. Tenían
un seguro de cremación, por si se decidían por la eutanasia.
Y a todo esto se le llamó desarrollo.
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