martes, 23 de abril de 2024

Solidaridad

 



Por Fernando Baena Vejarano

 

No solo somos personas, individuales, diferenciadas unas de otras por aparecer ante ellas como cuerpos diferentes, unos aquí, otros allá, cada uno con su propia historia biográfica, su pasado y presente, repartidos todos por las habitaciones de las casas, las calles de los pueblos, los centros comerciales de las ciudades, hablando cada uno a nombre de sí mismo. Cuando hablamos así, decimos “yo”. Yo esto, yo aquello, yo lo otro, ayer yo, mañana yó; hice eso o haré eso otro porque recuerdo,  quiero, deseo o temo alguna cosa.

El lenguaje nos recuerda que también somos “nosotros”, y por eso es que los verbos se pueden conjugar, para designar que quien habla no es un individuo, sino un grupo, en primera persona del plural. Lo haré enseguida. Observemos la siguiente oración: nosotros somos parejas, familias, veredas, municipios, ciudades, naciones, planeta. Conjugar más a menudo los verbos de esta manera podría salvarnos del egoísmo, porque serviría como recordatorio de que somos el cuenco en el que se ha vertido una gran parte de lo que somos. Nos debemos al líquido vertido, aunque seamos muy particulares y diferentes entre nosotros. Y esa ambrosía o veneno de la que nos nutrimos para ser maravillosas o terribles personas se llama sociedad. Somos un nudo de una red. ¿Es posible que respecto a una red de pescar se pueda afirmar que el nudo es diferente de las cuerdas que se han entrecruzado? No. Está hecho de ellas. El nudo sobresale, resulta notorio porque resulta de un tejido de cuerdas, pero puede deshacerse, se va a deshacer al cabo de algunos años o décadas de vida, enfermará y morirá ojalá después de haber servido para que el pescador trabaje,  pero no por eso desaparecerán las cuerdas con las que se hizo el nudo.

Esas cuerdas son el lenguaje con el que aprendimos a pensar, los avances tecnológicos que nos proveyó la sociedad en la que crecimos, los procesos de socialización que recibimos de padres, educadores y medios de comunicación, los entornos culturales en suma. Pero sobre todo los afectos que tuvimos o de los que carecimos al nacer, en la primera infancia y hasta durante el embarazo. Eso nos marcó mucho.

Lo colectivo sigue vivo como un solo organismo, desde que apareció el ser humano sobre este planeta, como continuación de la gran red de la vida biológica y de esos tejidos animales que se llamaron primates. Átomos, moléculas, ADN, células, plantas, animales y humanos somos nudos del entretejido del universo. El cosmos ha sido siempre un colectivo de conciencia en evolución.

Cuando nos enseñan a preocuparnos los unos por los otros, a ser compasivos y amorosos, a apoyarnos mutuamente, a trabajar en equipo, es porque se requiere un esfuerzo sicológico para crecer. Lo normal es que de niños seamos egoístas, porque lo primero que aprendemos al crecer sicológicamente es a decir “yo”, a hablar en primera persona, y a rodearnos de posesiones que constituirán “lo mío” , así como a desarrollar destrezas y habilidades sicomotoras con el propio cuerpo.  Pero luego viene la etapa de aprender a ponernos en los zapatos del otro, la de aprender a sentir, hablar y pensar en primera persona del plural, desde el punto de vista de que somos también un colectivo, y todo esto que es lo que constituye una de las inteligencias que más deberían transmitirnos, mediante el ejemplo, padres y educadores: la inteligencia ética, que tiene tres etapas llamadas preconvencional, convencional y postconvencional, como descubrió un sicólogo llamado Kohlberg. No solo de saber matemática, música, lenguaje, deportes, artes e historia se trata educarse.

La solidaridad no se predica sino por el ejemplo. Las clases de ética y los sermones morales entran por un oído y salen por otro. Los políticos corruptos viven dando clases de amor. Y dar ejemplo desde lo más cotidiano, eso se llama modelar. Imitamos conductas y emociones solidarias, energías y lenguajes no verbales solidarios, expresiones y relaciones solidarias, como si fuera una epidemia, cuando alguien nos contagia de esas cualidades simplemente siendo así, todos los días, sin siquiera notarlo. El ser humano florece cuando se descentra. El ser humano reconoce lo que es cuando ama, valora al otro, escucha, ayuda, emprende colectivamente soluciones para las necesidades de todos. El ser humano se humaniza cuando se desgaja de la inmadurez egoísta, para aprender la felicidad de la entrega compasiva y emprende acciones generosas, conciente ahora sí de que no hay otro camino para ser más feliz, que logrando su felicidad en grupo. Somos felices cuando nuestros hijos, padres, hermanos, parientes y amigos lo son. Por eso les ayudamos también a ellos a ser felices. La vida en pueblos pequeños, en zonas rurales, facilita las sonrisas, los encuentros, los detalles; y también la vigilancia y detección de las personas que en vez de trabajar con las comunidades para ayudarlas a progresar, las utilizan para manipularlas políticamente. El cambio comienza en casa. Así construiremos un Zaquencipá ejemplar para este país. Demos el paso. Y hablemos con frecuencia, por ejercicio, en primera persona del plural. Digamos “nosotros esto, nosotros aquello”. Resolverá casi que mágicamente nuestras disputas hablar así, para pensar asi, y sentir la vida desde el punto de vista que nos eleva a contemplar las cosas de manera más amplia, para también, como personas e individuos, ser verdaderamente más felices.

 

 

Habitar espacios, conservar patrimonios

 


 


Por Fernando Baena Vejarano*

 

Habitar un espacio, transitarlo y usarlo son tres cosas diferentes que un buen arquitecto diferencia. Ni un maestro de obra ni un simple ingeniero de la construcción merecen por eso de suyo el nombre de arquitectos, a menos que su sensibilidad natural hacia lo que trasciende la funcionalidad de un lugar se haya despertado. Construir un lugar donde seres humanos puedan protegerse de inclemencias ambientales, dormir, cocinar, asearse, desechar desperdicios, comer, socializar y entretenerse no significa crear un espacio habitable. Ni una carpa, ni un apartaestudio, ni una casa colonial son, en su sentido pleno, “habitaciones” a menos que haya tiempo, personas e historias personales y comunitarias que se impregnen en la memoria de sus superficies. Cuando habitamos tenemos hogar. Una cueva puede ser un hogar. Una mansión puede ser para su usuario solo un objeto. Un hotel, por acogedor que sea, nunca se sentirá como un hogar. Se trata de cuál relación hemos tenido tiempo de establecer con el lugar y con las personas que han convivido con nosotros, los pequeños detalles que personalizan cada mesa de noche, nuestro pasado alegre o triste, registrado en cada corredor. El hogar es, como diría el promotor de la topo-filia Carlos Mario Yori, un topos. Es único. Sus ladrillos son afectos. Proyectamos en ellos, con el tiempo, como en un telón , nuestras vidas. Les damos vida, los animamos. Una casa, en cambio, es una construcción. Nada más, estandarizada o no en un barrio. Las casas  son guarda-personas, como los armarios son guardarropas. No son hogares. Esos ataúdes de cristal ultracómodos en los que duermen o se sientan ahora los japoneses en las terminales de transporte ( la altura del cubículo no les permite ponerse de pié), meramente son algo más que una bolsa de dormir sofisticada. Ya sea un espacio unipersonal, familiar o comunitario, lo arquitectónico consiste en gestionar y permitir que se autogestione en los habitantes una vida lo más feliz posible. Porque la relación que hacemos con nuestro entorno arquitectónico nos humaniza y porque solo si humanizamos nuestro entorno hacemos verdadera arquitectura. No confundamos entonces un patrimonio arquitectónico con un inventario de fachadas.

Qué sea humanizar nuestro hábitat ya es un tema que nos desborda aquí. El urbanismo funcional necesita completarse con la reflexión sobre la felicidad. Pero es obvio que la gran mayoría de nuestras ciudades y megaciudades son un fracaso de la arquitectura y del urbanismo, son el reflejo de un bajo nivel de inteligencia colectiva para crear acuerdos sostenibles y facilitantes de la calidad de vida de los “ciudadanos”. Y el espejo no solo nos refleja sino que nos afecta. La manera como nos transportamos, el modo como repartimos nuestro tiempo para realizar una actividad social remunerada u otro tipo de ocupación, los niveles de equidad, libertad, justicia y seguridad; todo esto también es arquitectura y urbanismo. Y no está funcionando.

El fracaso urbano y arquitectónico ha creado, intentando estar por fuera de la lógica neoindustrial y suburbial, reacciones bien reconocibles. La gente que puede (pensionados, acomodados, emprendedores y contratistas que trabajan online), sale del caos a buscar alternativas. Oxígeno puro, alimentación saludable, calidad en la vida interpersonal, encuentro intrapersonal, necesidad de sentido existencial y espiritual buscan expresarse en nuevos hábitats. La gente que no puede (el llamado turismo) por lo menos pasa de visita, añorando moverse a algún lugar como el que le venden o arriendan por unos pocos días a un precio que no podría pagar permanentemente. Permacultura, retorno a la vivienda orgánica, neo-ruralismo, nomadismo vehicular (carros-casa), vida tribal, ecoaldeas, revaloración de los pequeños asentamientos urbanos, techos verdes, glampings; todo esto se explora desde los años sesentas en variadas búsquedas de lo que pudiera ser “una mejor vida” y por tanto, una nueva manera de conformar la sensación de hogar personal, familiar y colectivo. Seguimos intentando conseguir un buen arraigo. Aristóteles proponía que la “polys” no pasara de diez mil habitantes. Quizás tenía razón. El anonimato citadino tiene la ventaja de una mayor autonomía y libertad personales, la aglomeración facilita el intercambio de bienes y servicios; pero la despersonalización, apoyada en la pobreza, viene junto con el aumento del crimen y la objetivación del sujeto.

El sujeto es tanto más solo un objeto del sistema socioeconómico cuanto más se parezca su hábitat a un hormiguero. Por eso vivir en un pueblo pequeño se siente como un retorno a ser uno mismo por fin. Tener un espacio propio en un entorno de reconocimientos sociales, ver caras conocidas al salir a la calle, crear asociaciones de intereses mutuos, se experimenta como poder ser, poder sentir, poder jugar, poder cocinarse uno sus propios alimentos, poder explorar el placer de ver que se elonga el tiempo para uno, en vez de que a uno le estén robado el tiempo las facturas, las hipotecas y las labores extenuantes que exigen conseguir dinero para pagarlas. Mucho de lo que cuesta trabajo, tiempo y dinero se tiene que comprar, no porque sea necesario, sino porque es necesario para poder trabajar para pagar lo necesario más lo innnecesario.

Si tener tiempo para sentirse uno coherente consigo mismo y amoroso con los demás se volvió casi imposible al ritmo de la máquina industrial, ahora, sumergidos en el océano hiperinformático, será imposible. La diversión pasiva no nos lleva al corazón. Produce hipermegalia mental y racional. Netflix lo sabe. Hacer artesanías, volver al arte, escribir una autobiografía, usar las manos y los sentidos: eso sí recompensa. La gran paradoja, y la grave ilusión, es que volver a vivir a nuestros pueblecitos boyacenses tradicionales, a nuestras calles y casas coloniales será un antídoto duradero. Podría no serlo. Un estilo de vida no es un espectáculo. Pero como el espectáculo es lo que atrae al turista y genera ingresos, se le oferta lo que demanda: fachadas. Y no solo fachadas de casas y de mercados con techo de teja, sino las de peor calaña: fachadas de estilo de vida. Lo reflejan arquitectónicamente los nuevos hoteles , hechos a la fuerza como si fueran folclor. Y si creemos que defender nuestro patrimonio arquitectónico es sinónimo de sostener fachadas de casas, paredes, iglesias, parques, es porque no hemos pensado a fondo lo que significa habitar este valle sagrado de origen muisca. Usar casas, prohibir edificios, construir nuevas casas al estilo de las antiguas está muy bien. Habitarlas es otra cosa, sin embargo. Habitar es vivir de cierto modo. La casa refleja mi manera de habitar. Pero tener la casa, venir algunos fines de semana a ella, rentarla, no me hace habitarla. Digámoselo a quienes las construyen, venden y compran. ¿Son más felices ahora? No es un tema de tener techo. Ni de demostrar estatus, poseyendo casas vacacionales.  Ni de contarles la mentira a miles de visitantes de que cuando lleguen a Villa de Leyva estarán en paz, junto a miles de miles que harán lo mismo, soportando los mismos trancones para llegar o salir, -sacándose fotos para pretender vivir momentos que no se vivieron por sacar fotos- y compitiendo por las mismas habitaciones de hotel y las mismas mesas en los mismos restaurantes mejor publicitados.

Siempre sentí muy falso el folclor, que es lo que queda para mostrar cuando los estilos de vida populares mueren, para que parezca que viven o resucitan. Ya nunca seremos ni tendremos la experiencia de habitar que tuvieron, en el valle de Zaquenzipa, hace un siglo o más. El reloj y no la campana de la iglesia marcan el ritmo.

Hay diversos tipos de falsificación urbana. La peor es cuando se hace la ciudad desde cero, planificada al detalle, para enseguida importar personas que no sentirán por ella ningún arraigo. Se culpa de eso a Rio de Janeiro. Guatavita la nueva es otro ejemplo, y eso que los habitantes importados eran los antiguos pobladores mismos. Pero ya no se sintieron los mismos. Las Vegas es un caso patético. Una falsificación menor es esta: convertir en destino turístico de alto costo un pueblo típico, poniéndole el eslogan de la tranquilidad, como le ha sucedido también a Cartagena, en su zona antigua, amurallada. Para resumir: es mejor que nada conservar nuestro patrimonio arquitectónico. Sería triste perderlo. Pero ni una casa de barro ganadora de concursos, ni una cuadra llena de lindos balcones llenos de materas con flores son el antídoto de la deshumanización, que se cierne sobre nuestros tiempos de apocalipsis climático y angustia megaurbana. No esperemos actitud de arraigo en un pueblo invadido por el negocio turístico y por recién llegados que lo ofrezcan, lo usufructen, o lo paguen. La identidad patrimonial es arraigo y afecto, eso requiere tiempo, memoria, descendencia, sentimiento de territorio. Tomemos acción en la raíz, para gozar el fruto; o el fruto se revelará podrido.

 

*Poeta, filósofo, sicoterapeuta, novelista, profesor de meditación.

Estamos al Borde

 



Por Fernando Baena Vejarano*

 

Si me preguntaran cuál es la principal razón por la cual considero que el ser humano actual es en promedio estúpido, contestaría que la esfera política es la que mejor ilustra nuestra torpeza para resolver nuestros problemas habitando y conviviendo en este planeta. Seguimos resolviendo como niños pruebas de inteligencia que ya podríamos contestar como adultos (Israel, la franja de Gaza y Ucrania, los patios de recreo del kindergarden). Para trascender el narcisismo tribalista hay herramientas. Nunca tantas soluciones científicas, tecnosociales y sicológicas han estado tan a la mano para que en vez de matarnos dialoguemos, en vez de oprimirnos mutuamente nos solidaricemos, y en vez de sostener unas costumbres financieras y económicas -que claramente no responden a los ideales de equidad, justicia, igualdad y promoción de la calidad de vida- nos encaminemos a construir futuro y esperanza.

Somos una especie muy bruta. Pensamos a corto plazo, nos interesa solamente el bienestar de los muy allegados -como si no pendiéramos de la misma y frágil telaraña que es nuestro ecosistema ecosocial-, y dejamos que nos manipulen los menos aptos, a quienes les damos poder político, es decir, el derecho de diagnosticar e intervenir en la realidad circundante. Luego los felicitamos por haber malgastado nuestros impuestos, por habernos engañado con sus campañas electorales mesiánicas, y por haber hecho mucho menos de lo que mejor asesorados hubieran podido lograr. Para coronar, no dirigimos el dedo índice de la responsabilidad hacia el propio pecho, sino hacia el de ellos: nosotros somos los buenos y las víctimas; ellos los victimarios y los inmorales.

Nos afana, con razón, nuestro pequeño mundo de supervivencias y afectos: comer, trabajar, ganar dinero, obtener títulos, criar hijos, tener quién nos ame y a quien amar. No sacamos tiempo para repensar. Dejamos todo en manos de la así llamada “democracia”, y sembramos indiferencia, sentido del humor resignado e ignorancia para no sentirnos parte de la solución, ni parte del problema. Poco hace el sistema educativo para motivarnos a la participación activa, si se miran las cifras del abstencionismo. Nada aportan las encuestas, que confunden la opinión con el conocimiento a fondo de las coyunturas, las instituciones, los líderes y los candidatos. Se sofistican los mecanismos del poder para autosostener a los privilegiados en su lugar. Los algoritmos en las redes manipulan a mansalva. No fiscalizamos a nuestros representantes ni les seguimos los pasos. Dejamos que el periodismo se prostituya a favor de los dueños del Statu Quo. Si la oposición mete el gol hace lo mismo, bajo la máscara de otra ideología, con las mismas maquinarias del amiguismo, el tapujo, la desviación de la atención, la tajada y la coartada entre los poderes constitucionales. La mala política es siempre el negocio de la promesa, que compran los desesperados, porque se sienten mejor armando manadas y esperando milagros.

No hay un inteligente optimista ni ingenuo. El enterado ha perdido la esperanza. Todo parece desierto. Pero del cielo no caerá maná. Hay que poner manos a la obra. Surgen oasis en los experimentos piloto, las ecoaldeas, el neo-ruralismo conciente, la permacultura, la ecopolítica, el ecofeminismo, las filosofías de la transformación humana integral y sus comprobadas meditaciones y terapias. Pensadores como Ken Wilber ofrecen un mapa de gran calidad para repensar la transformación integral del ser humano y, desde esa plataforma, lanzar cohetes hacia las nuevas prácticas políticas que requiere el siglo XXI. Hanzi Freinacht supera a Wilber, resalta los “atractores” históricos invisibilizados por la moderna democracia liberal de mercado y brinda las bases de la política metamoderna, inspirada parcialmente en el éxito de los países bajos y Escandinavia. Se modelan cosmovisiones que superan los antagonismos entre derechas e izquierdas y que ponen en ridículo el concepto de políticas de centro, superando un modelo lineal y polarizante por una comprensión, por así decirlo, tridimensional y espiralada de la evolución de las sociedades humanas. ¿Pero quién se entera de la existencia de todos estos avances con los que sería posible , reeducando y transformando al ser humano desde su cuna, promover el desarrollo de las inteligencias ética, interpersonal, emocional, estética, espiritual, existencial y cognitiva, para que nos volvamos por fin una especie inteligente, menos dañina para sí misma, capaz de pastorear al ser -como diría Martín Heidegger-, de cuidar de lo sagrado de la vida, de honrar el milagro de la existencia y la conciencia de la que fue dotada? Hay un norte. La brújula dice que hay doce niveles del desarrollo humano y que vamos por el quinto, pero los excursionistas siguen caminando en círculo.

Superemos ya nuestras recetas de patriotismo municipal, regional y nacional. El provincianismo tercermundista nos aísla del debate y las soluciones son urgentes. Seguimos en una especie de eterna guerra civil que cambia de máscaras, pero no de guion. Adoramos el oportunismo en el templo del sálvese quien pueda. Nos conocemos poco. Omitimos nuestra propia insignificancia, y eso nos impide potenciarnos al máximo. No nos confesamos lo ciegos que somos para sentipensarnos como un mismo organismo colectivo. O fracasamos como un todo o damos un salto cualitativo. Estamos al borde. Al borde hay un abismo. O hay un mar de oportunidades infinitas. ¿Nos espera un parapente, o un risco afilado? No depende del destino. Depende de cómo nos lancemos.

·       Filósofo, sicoterapeuta, novelista, poeta, profesor de meditación.

Un turismo que te cuide, no que esculque tu billetera

 



Por Fernando Baena Vejarano

 

Desde chico me pareció ridículo el plan de subirme en un automóvil familiar, bajarme a comer almojábanas, sacar una foto de alguna iglesia principal y volver a enlatarme por varias horas en esa vitrina rodante de regreso a Bogotá. Mis padres me prometían que íbamos a “conocer”. Como si “conocer” algo fuera “pasar” por algún lado. O convertir los vidrios panorámicos del automóvil en recuadros de un paisaje. O sacar decenas de fotos, en vez de estar presente, contemplando y disfrutando el entorno en vez de intentar retenerlo visualmente.

Redefinamos “turismo”. Dicen que no hay nada más práctico que una buena teoría. O una seria reflexión. Turismo no es pasar por ahí, a las carreras, computando el número de lugares visitados por días recorridos para sacar un buen promedio de dinero gastado por número de días de “felicidad” per cápita. Que el economista no nos imponga ese concepto. Si por turismo entendemos “conocer”, comencemos por entender que ese verbo significa mucho más que desplazarse a otro lugar.  Algo mejor que comer bien, ser atendido como un rey, dormir bien y ducharse. Sobrevivir confortablemente es solo el principio de una buena experiencia turística. Tampoco es el criterio de un buen servicio conseguir Wifi para no dignarse sentir la proximidad de personas y lugares sino seguir absorto en escándalos digitales y tik toks de mal gusto.

A todos nos gusta movernos de nuestro territorio habitual: es una especie de tendencia al desarraigo. Como si siguiéramos siendo nómadas. Cultura viene de cultivo. Algo bueno trajo quedarnos por primera vez, en la historia, arraigados, sembrando. Pero antes de asentarnos en las riberas de los ríos fértiles volábamos ligeros de equipaje con la libertad de cazadores recolectores, entretenidos en persecuciones y peligros. Ese anhelo de aventura, muy humano, ha moldeado nuestro cerebro desde que salimos de la categoría de simples primates para entrar en la de civilizados autoconcientes- capaces de depredar el planeta entero. Comprendamos entonces que la rutina aburre y que el sedentarismo es relativamente insoportable desde cierto momento en adelante, y dependiendo -a veces mucho- de la tradición de quietud o movimiento de nuestros padres, ancestros y etnias. En el abanico nomádico para resolver esa angustiosa necesidad de moverse hay desde personas y familias que necesitan "conocerlo" todo con la precipitación de una nube de langostas devastando campos sembrados, hasta quienes prefieren rumiar su experiencia a ritmo más lento antes de plantar su bandera gastronómica , que es lo que hacemos como “conquistadores” cuando posteamos nuestro recorrido en las redes sociales.

 El ser humano ha sido nómada por muchos más años que los que lleva asentado. Esa tendencia lo llevó a poblar el planeta, merodeando aquí y allá , buscando nuevos recursos. Pero ahora lo hace por placer. Sin embargo, la actividad de aventurar está plagada de sombras. Hay que redefinirla. Nada sería más práctico. El turismo depredador es el mayoritario. Pero ahora urge ofrecer espacios que le ofrezcan al viajero su propia libertad, su propio ocio para sembrar silencio y contactar su mundo interior. Algo que le aporte a su vida profundidad, reflexión y sentido. Que lo ayude a conocerse a sí mismo, sin filas para cada diversión estandarizada y cotizada en el  mercado de la “felicidad”. ¿Es mucho soñar? ¿Ahora pasaremos las vacaciones en el metaverso? Somos millones. Las ciudades ahogan. Huyen millones de esas cárceles cada vez que abren puertas. Y antiguos remansos de paz como Villa de Leyva se van convirtiendo  -sobre todo en puentes festivos- en tornados demográficos de gula, compra lujuriosa de experiencias adrenalínicas  y consumo afanoso de alegrías efímeras. Estoy seguro que podemos ofrecerle a los visitantes espacios experienciales que dejen dinero en la región además de ofrecer la calidad que en realidad, aunque inconcientemente,  todos vienen buscando.

Ese turismo que se llama a sí mismo industria es el que como toda industria sin conciencia ecológica, arrasa. No define el derecho a la satisfacción de la necesidad humana de verdadera aventura. No recibe al visitante con ternura. No lo cuida. Convierte el tiempo en cenizas en vez de moldearlo en oportunidad de lentitudes y encuentros de almas. Indica un decaimiento agónico, muestra un hedonismo decadente que deja indigestión física y mental. Hasta hay un síndrome de estrés post-vacacional. El siglo XXI no da tregua. La tribu urbana, sedienta de felicidad, corre a las zonas rurales y a los pueblos coloniales para soltar la carga de la prisa; y la oferta turística de los pueblos, en vez de repensarse, alimenta esa prisa saturándola de ofertas.

Pensemos en otra cosa. Pensemos en alojamientos en casas campesinas, con familias campesinas.  O en premios a la lentitud, o en elogios de la vida lenta. Hagamos morir la costumbre del guía turístico que recita como loro información que nadie escucha, y transformémoslo en un amigo que sonríe sinceramente, acompaña y cuida. Hagamos talleres de sensibilización visual para turistas, que les permitan concluir que sacar la foto con el celular jamás reemplazara la experiencia de sentarse en una plaza a escuchar los argumentos de las aves posándose en sus nidos.

Que el dinero no sea el objetivo del turismo, sino la felicidad del visitante. No imitemos la lógica del asesino de la gallina de los huevos de oro. Nuestro patrimonio rural es vivir con otro ritmo, el de la mecedora, el de la hamaca, el de la huerta, el de la caminata avistando aves, el de la sincera sonrisa de quien hospeda no porque fija su mirada en la billetera del caminante, sino porque recibe con alegría a quien viene buscando, no otro centro comercial, sino, por fin, en su vida, o tras un año de tensiones, o tras una vida de esfuerzo, un oasis,  un paréntesis.

 

 

De puro oficio, solo me la gozo

 

 



Por Fernando Baena Vejarano

 

Los oficios son rutinas, y hasta ahora nunca he podido concluir si escribir sea una. Menos aún la de escribir poesía.  No es que pueda evitar encontrarme con mi teclado a diario -eso ya es compulsivo-, sino que ya para mí respirar y mediumnizar palabras son la prueba que necesito de que sigo vivo.

Todo poeta quisiera escribir en piedra. Sin embargo ya ni en papel escribe. Hecho de ceros y unos, el registro de lo que fuimos en la era de la virtualidad se borrará en muchos menos años que los que tarda el comején y la polilla en blasfemar de un libro impreso. Imagínense lo que ocurrirá con los megacomputadores donde se guardan las ruinas audiovisuales y escritas que ningún arqueólogo del futuro podrá recobrar. Un día se quedarán sin energía los sótanos en los que millones de microchips resguardan a prueba de bombas atómicas  todas las transacciones digitales y la información que se acumula a diario.

Mis advenedizos versos ¿Resistirán el apocalipsis del óxido? Nada es eterno. Escribo, entonces, para el olvido. Cuando hago un poema suspiro, no de esperanza sino de enojo, porque sé que ese rapto lingüístico morirá, -ojalá sin embargo unos años más tarde que mi cuerpo. Algún día no seré leído.  Ni premios ni publicaciones salvan de la hoguera del tiempo las convulsiones del alma. Cuando al sol se le acabe su combustible quemará la Tierra, y en ella arderán las líneas escritas por Cervantes, Borges, Neruda y Gabo. Todo moribundo patalea, y quien escribe lo hace de la manera más bella que puede. Hay amigos y lectores que sostienen, ojalá, las palabras en las que uno puso las ganas que uno tuvo de seguir admirándose de todo, y esa es la esperanza que yo avivo cuando narro, canto, cuento, imagino, exagero, asombro, comparo, alabo, maldigo, profetizo.

Hay algo de chamán y de brujo en un poeta. También me he puesto a zarandear maracas, a percutir tambores y a sintonizar los chakras de mis acudientes con mis cuencos tibetanos, y quisiera tener para ellos hechizos que los curen y sonsonetes que los calmen. No solo escribo poemas, ensayos, cuentos y novelas. Llevo cuarenta años intentando escuchar de nuevo un silencio infinito que a veces rozo en la quietud de la postura de la flor de loto, y no me imagino una plenitud mejor que la de la sonrisa de buda. He estado absorto al meditar. Y no hay nada mejor. Los budistas lo llaman absorción. Se flota sin identidad alguna y sin espacio ni tiempo que estorben; viene una bienaventuranza que ya no te pertenece: más bien perteneces a ella. Es conciencia pura. Entonces no hay angustia existencial alguna. Y sin miedo de morir ni ganas de hacer algo de valor mientras llega la muerte, no hay necesidad de poesía. Ni de escribir para no morir. Uno ya no necesita mentirse con la esperanza de haber servido para algo, porque la gota se ha disuelto en el océano. No puede aspirar al infinito el infinito cuando la gota diminuta y finita ha sido tragada por su madre mar, de la que salimos y a la que volvemos todos. Pero solo meditando se comprueba, y no siempre que meditas quedas absorto; con una absorción basta. A mí me ocurrió en 1985, meditando en el mismo sillón en el que leía y en el que se le reventó en  1976 la vena aorta a mi padre. Con la absorción se muere y enseguida se resucita.

Nunca fui el mismo. Estaba escribiendo una novela que le ganara en pesimismo a Cioran, a Sartre o a Kafka, pero ya no pude sentir que la vida fuera tragedia. Ahora todo era maravilloso. No menos misterioso, pero sí mucho más divertido: un juego al ajedrez de los espejos, basado en reglas siempre fluctuantes. ¿Qué mejor que dedicarme a enseñar meditación? ¿Qué mejor que volverme un sacerdote que en vez de ofrecer hostias entregara mantras y dirigiera retiros, suscitando ojalá en cientos de estudiantes, aunque fuese una vez, el mejor de los orgasmos, el silencio del ser, la verdad acuosa, volátil, espumosa, que perfumó a los místicos de la India védica, la experiencia suprema que un buscador de sí mismo puede alcanzar, la más resbalosa pero sin duda brillante revelación que un filósofo pudiese esperar?

Y entonces de filósofo académico de oficio pasé a ser profesor de meditación de oficio. Era lo mismo. Solo que ahora todo el trabalenguas conceptual no me confundiría, ni enredaría a mis estudiantes. Iríamos al grano, más allá de la palabra. Encontraríamos juntos la satisfacción de quien , buscando sus gafas, descubre que siempre las tuvo puestas. Como vislumbro cuando pongo mi tragedia personal en un poema y me hago pasar por poeta: de pronto la tragedia se me vuelve comedia. Al tomar distancia del mundo y de mí mismo, usando el lenguaje para que diga lo que nunca podrá ser nombrado, hago poesía. Pongo el dedo en la llaga. Duele pero salva. Quien enfrenta su infierno halla su paraíso. Se asoma por entre las líneas de mis poemas la conciencia de que todo es un juego, “Lilah”, como lo llaman en India. Viene la danza. No el tiro en la sien, como le ha sucedido a tantos poetas a los que les faltó meditar para salvarse. Sino la danza frenética, candomblé de gozo supremo, de alegría sin objeto. Y a carcajadas -como el Zaratustra de Nietzche-, en poeta, místico, profesor de meditación, novelista,  filósofo y loco , por puro gozo del oficio, en Villa de Leyva me transformo un poco.

Mi amante Casiopea.

 



Por Fernando Baena Vejarano

 

Soy biciclósofo desde mucho antes que se construyeran las ciclorutas de Bogotá y de que las avenidas impersonales y multicarriles de las megalópolis atestadas de inhumanidad sintieran vergüenza de sí mismas. En ese entonces hablar de transporte libre de emisiones de carbono era visto como una irreverencia que, sumada a mi barba filosófica, -hirsuta  y contaminada por el dióxido de carbono eructado por los buses municipales tras los que yo metía mis narices- daba un toque final a mi perfil de idealista sin remedio. Nada que ver con la afición al tour de Francia. Ni con un padre que me hubiese inculcado amor al deporte. Yo insistí en mi obsesión por las magias bi-rodantes porque Casiopea era mi novia. Primero por conquistarla simulando empatías, luego con convicción fanática, terminé de corazón comprendiendo de Casiopea qué es lo que de verdad tiene sentido.

Fue un asunto de tipo iniciático. Yo era apenas un virginal adolescente. Ella se me ofreció. Yo la montaba con entusiasmo. Me subía en su lomo,  alineando bien mi axis a su columna llena de curvas,  y juntos surcábamos la tristeza por la decadencia de occidente convencidos -junto con Oswald Spengler- de que las limusinas, los gases de efecto invernadero, los motores a gasolina, las bestias de ACPM y todos los monstruos mecánicos que habían desplazado a los peatones, las carrozas y las elegancias de las ciudades del siglo XIX, -y aunque estas hubiesen olido a orines y a caca de caballo- eran sin embargo preferibles a la asepsia contaminada de los apuros automotores, las calles recién barridas y las congestiones vehiculares.

Como toda experta amante,  Casiopea me dominaba. Yo no me daba cuenta. Pero mis ojos, al verla, giraban dando vueltas en círculo como los de un loco,  y yo, como poseído, no podía a su lado no sentarme hipnotizado a tomarle dictado. Así, por horas, cuando nos uníamos, pelvis con pelvis,  abiertas mis piernas sobre su diligente voluntad, controlaba mis brazos y dirigía mis manos sonámbulas que sostenían un lápiz, no sin mi complacencia culposa.   Me esclavizaba, -obligando a mis piernas a movilizar con ritmo sus sube y bajas- y me invitaba girófila a recorrer la ciudad para profetizarme el futuro, treinta años adelante, haciéndome sentir, como si yo estuviera en el metaverso, la atmósfera que se viviría cuando se hablase de las mascotas como personas no humanas, se impusiese el estilo de  vida lento, los derechos animales estuviesen en la agenda constitucional, diera pena no confesarse vegano para dar buena imagen en Tik Tok, y la meditación diaria fuese una costumbre ciudadana como la de cepillarse los dientes. Pero lo mejor que anunciaba su profecía era que habría rutas exclusivas para novios como nosotros,  quienes circularíamos sin vergüenza haciendo el amor a la vista pública,  usando un timbre para evitar colisiones contra otros amantes semejantes y mirando a diestra y siniestra con aire de superioridad moral a grupos cada vez más minoritarios de conductores de automóviles y motocicletas- restregándoles su culpabilidad por no haber contribuido con la detención del cambio climático.

Escribimos a cuatro manos un decálogo de conducta,  un manifiesto de tres páginas, una sustentación epistemo-ciclo-lógica en la que yo insistí, un idioma mejor que el esperanto para biciclósofos comprometidos, una letra de canción que le enviamos a Pablo Milanés -para que la volviera popular- y un guion de cine;  todo para posicionar la biciclosofía como ideología futurista. Agregamos citas bibliográficas de Morris Berman, Fritjof Capra, Rupert Sheldrake, el Dalai Lama y Allan Watts en las que se confesaban biciclósofos convencidos.

Ya arropados y juntos entre sábanas de seda, piel a piel, -tras los atafagos propios de nuestra vida hormonada,  en las noches frías que la vecindad del cerro Monserrate volvía todavía más heladas-,Casiopea y yo nos entrepiernábamos en nuestra cama King Size y hablábamos insomnes, a oscuras, mirando pasar la luna tras una claraboya, acerca de cómo sería un planeta biciclosofizado. Lo soñábamos así: no habría guerras porque no habría petróleo por el cual competir a punta de amenazas nucleares. Las garras evolucionarían como ruedas. La traición humana y la poética redondez de las giroscopias emparejadas convertiría al Homo Sapiens Sapiens en  un simio enternecido, y la solidaridad internacional superaría en forma definitiva la pobreza y las hambrunas. Volveríamos al valor de lo local porque cruzar larguísimas distancias sería imposible, despreciable e innecesario para las sabias mayorías. Ya con mayor lentitud al desplazarnos -transformados por el redescubrimiento de los paisajes- dejaríamos de añorar la felicidad ilusoria que la industria turística había vendido mediante contaminantes viajes aéreos intercontinentales, Y las megaciudades se hundirían en sus propias ruinas. Cada vez pedalear sería más liviano porque el aluminio y el hierro cederían su brutalidad a la fibra de carbono. Surgirían mutaciones. Deliciosas bicicletas flotantes como globos aerostáticos con hasta diez galápagos distribuidos en forma circular hospedarían en alturas estratosféricas gente reunida para ecoamigables tertulias literarias,  congresos internacionales pacifistas, y firmas de tratados de paz. En las parrillas viajarían menos y menos armas, corruptelas y misoginias, y más y más libros sobre mística, amor universal y experiencias psicodélicas. Gracias a telescopios satelitales avanzadísimos se descubriría que tras una galaxia con forma de monareta había estado espiándonos Dios mismo, ese gran genio del rodamiento y el equilibrio; origen trascendente de la dialéctica taoísta que permite a la rueda delantera ser el yin del yang redondito y  trasero. Médicos descubrirían la curación del cáncer en los movimientos de frenado y reinicio calculados según ritmos de respiración pitagóricos.

Una madrugada Casiopea rompió a llorar. Me conmocioné mucho. De su farola delantera goteaban  pepas como de mercurio, pero doradas. Me dijo que era un mal signo. Le dije que no fuera supersticiosa. Me contestó que no olvidara nunca nuestra relación porque juntos habíamos canalizado sin saberlo un mensaje arcangelical: que el planeta estaría por fin complacido con el ser humano cuando se bajara del orgullo y la soberbia, trascendiera  su avidez lujuriosa de consumo y se montara en la bicicleta. Me recomendó que tuviese cuidado de enamorarme de computadoras caseras, inteligencias algorítmicas y cajitas de bolsillo con pantallitas hiperconectadas; porque todo eso era parte de un pérfido plan para seducir al ser humano con impotencias de juguete para distraerlo de la inminencia de la muerte y no permitirle enfocarse en el imperioso juego divino, lo único esencial, el rodamiento del amor.

No le hice caso. Hice negación. Me dije que su sabiduría estaría viva conmigo eternamente. Y en cierto modo tuve razón. Pero ese mismo día por la tarde la dejé parqueada a la entrada de un famoso mega almacen, -Sears se llamaba- muy bien encadenada en una reja, y al pie de la portería sur. No sabía que miraba por última vez los rayos de luz que se despedían del centro de sus piernas. Se la recomendé al portero, quien me juró que me la cuidaría por una hora como si fuera su propia hija. Cuando volví estaba de turno otro vigilante, un vil cómplice del robo de mi amada. Nunca volví a verla. Nunca traicioné su recuerdo. Tuve otras y más finas, con cajas de cambios menos duras, con rines más resistentes, pero nunca una como ella. Siempre seré su discípulo y su ferviente promotor de biciclosofías.

Reloj de una misma arena

 



Por Fernando Baena Vejarano

 

            Titulada como este microensayo, escribí una novela que comienza cuando, a finales del siglo XXI, en peno cambio climático, un bogotano de nombre Nadir entra  a darse un duchazo excepcional, casi ilegal, de tres minutos. Tan pronto el agua bendice su coronilla, se le mete en el cuerpo el alma de una mujer, llamada Zeniliana, quien se encuentra metida, varios siglos más tarde, bajo una sensual y torrentosa cascada, en Ecoamérica, -que es como se llama este continente en el futuro postapocalíptico que Nadir apenas paladea.  Zeniliana siente no solo que su alma viajó al pasado y se metió en un cuerpo masculino, sino que a su vez el alma de Nadir se le metió en el cuerpo en un inesperado viaje de este hombre hacia el futuro.

Creo que esa escena literaria simboliza, o la curiosidad, o el anhelo imposible, y generalmente inconfesado, de muchos hombres: ser mujeres por un tiempo. Conozco mujeres que me confiesan lo mismo respecto al sexo opuesto. Lo convexo quiere ser cóncavo y lo cóncavo convexo. En cierto modo, y si nos atrevemos a plagiar lo que afirmaría un sicoanalista junguiano,  el amor romántico heterosexual es una envidia de lo diferente, que idealiza lo faltante y lo proyecta en un telón, el de la amada o el amado. Nos imaginamos al otro como una especie de hostia que será tragada para producir la plenitud permanente. Nos lo imaginamos comido, casado con s o cazado con z. Las bodas arquetípicas nos persiguen, no solo en las novelas rosa sino en la alquimia y los sueños. Diría Jung que todo hombre heterosexual reprime su ánima, y toda mujer heterosexual su ánimus, y que buena parte de la evolución en conciencia consiste en dejar que salga a flote lo reprimido para que sea integrado, digerido, visibilizado, sanando así las innnumerables formas neuróticas, personales y comunitarias, que han causado los moralismos. Somos seres andróginos por dentro, que se manifiestan por fuera de maneras más Ying o más Yang, como diría el taoísmo.

La historia pendula, y estamos en la comprensible fase que compensa los excesos del patriarcado y el machismo, expresiones visibles de la ginofobia.  La fobia por lo femenino se nutre de epopeyas griegas, de judeocristianismo. O, si vamos más atrás, de la desaparición de las sociedades cazadoras recolectoras y el inicio de las grandes civilizaciones ribereñas, sedentarias, guerreras y conquistadoras. Ahora la balanza indica que lo políticamente correcto sea que hombres y mujeres apoyemos el feminismo. Pero hay decenas de feminismos. El feminismo es una paleta de colores que oscila entre el revanchismo androfóbico y el revisionismo crítico, pasando por posiciones moderadas y cada vez menos sectarias. Suenan campanas de filosofías tántricas, terapias de integración ánima/animus, ecofeminismo académico, círculos de mujeres que promueven también los grupos de terapia para la redefinición de la identidad masculina en grupos de hombres, resurgimiento de la figura de la partera. Escribí un manifiesto uterosófico sobre ello hace años. Son tiempos interesantes. De un lado muy postmoderno gritan unos que toda identidad es convencional y que toda rebeldía contra cualquier asignación social de identidad es libertaria. De otro lado intentan posicionarse las defensoras de lo femenino como buscadoras de lo ancestral o lo oriental, perdido por culpa de cientificismos occidentales. Y ya vamos trascendiendo, lustro a lustro, la meta de la igualdad de ingresos para ambos géneros, el posicionamiento de la mujer en todas las esferas públicas que antes le estaban vedadas, la protección a sus derechos, la penalización de los abusos masculinos. Solo faltan siglos. Hay que ir más lejos, pero sobre todo más profundo.

 

Me gustaría, como hombre, tener algo qué decir como mujer. Quizás ese sea el origen de mi profunda inclinación por ellas, por su cuerpo, por sus voces, por sus sensibilidades. Mi testosterona sabe poco de oxitocina. Esa es la bella tragedia de ser hombre, que provoca admirar, y respetar y cuidar; así las más autosuficientes de entre ellas me regañen por querer tratarlas con amor. No es que no crea en su fuerza, autonomía y empoderamiento. Todo lo contrario. La cercanía de todas las mujeres en mi vida, hermanas, madres y reemplazos de madres, novias y amigas, esposa…me ha permitido irme vertiendo en el misterio de lo otro, que es el misterio de su poder, al cual me entrego. El juego de la vida es sin duda el juego del sexo. Pero el sexo es más que sexo: la identidad masculina y femenina expresa la dinámica de las polaridades, porque el universo mismo es andrógino.  Comprendo así que algunas personas con organismos masculinos hayan decidido hormonarse y hacerse cirugías, con la esperanza de cruzar al otro lado del río. O que otras con fenotipo XY hayan puesto su identidad, no en el deseo físico de lo diferente, sino de lo semejante. Cada vez hay más cuerpos masculinos intentando redefinirse. Los cuerpos femeninos hacen lo mismo. Hemos visto, vemos más y veremos aún más novedades en este siglo de las libertades de exploración relacionales, de preferencias sexuales y de identidades sociales y de género. He escrito un libro que he llamado Holosofía de la Libertad para pensar como un asunto de profundidades, y no solo de opciones igualitarias, el tema de la explosión de identidades. Somos el mismo reloj de arena, lleno de los mismos y finísimos granos de deseo, aunque nos corresponda tener más lleno el vaso de arriba o de abajo, según se esté midiendo el tiempo de la historia, o se esté ofertando con cirugía plástica, o según la caprichosa ley de la reencarnación de las almas vaya decidiendo.

Intento comprender entonces que, ahora que estoy del lado políticamente bajo sospecha (soy blanco, hombre, heterosexual y no practico el poliamor) solo podré ser capaz de un ejercicio de imaginación y -sobre todo- de empatía ontológica. Mi novela sobre el hermafroditismo sicológico del ser humano es mi premio de consuelo. No me queda más remedio que aceptar que tengo ante mí un abismo, y que me siento demasiado condicionado: ni mis hormonas, ni mis circunstancias sociales y culturales me facilitan comprender lo que parece ubicado al otro lado, o muy adentro, de mí mismo. Amo lo lejano. Amo a la mujer y quiero ser uno con ella, porque ella es el secreto más profundo de mí mismo. Como un espejismo, se me aleja cuando creo beber en él. Tal vez este sea mi mejor y más honesto punto de partida.